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Envejecer sonriendo

Para rescatar a esta vejez arrinconada sería absolutamente necesaria una profunda revolución social

Minerva, la diosa de la sabiduría, extiende sus alas a la caída del crepúsculoHegel

Sentirse viejo

La persona mayor al ser clasificada de «viejo» entra definitivamente en una categoría social excluyente. Cada día constata con amargura cómo los mayores pasan sus últimos años de vida sintiéndose dejados de lado, como si estuviesen sobrando en el panorama social. ¡Cuando estos últimos años hubieran podido ser tan fecundos para ellos mismos y quizás para la sociedad!

Ya es degradante el sentirse clasificados como un grupo de personas que poco o nada contribuye al bienestar común porque solamente necesita atenciones. Personas rebajadas a devenir solamente un número más en la seguridad social. Privados de su individualidad en razón de la edad y además reducidos a la dimensión puramente económica de la persona.

Porque ¿qué es una persona mayor desde el simple punto de vista socio-demográfico? Una carga para el presupuesto del Estado que ha de pagar las pensiones, por más que la persona haya previamente cotizado durante largos años.

Pero es que el segmento social de la vejez constituye también -y cada vez más- un sustancioso negocio que han sabido promover astutamente las industrias farmacéuticas y la de los seguros con la sana intención de combatir el envejecimiento. Y eso hasta el punto que las personas de edad constituyan un importante segmento de sus mercados. Las personas mayores son los grandes consumidores de una rama mundial de la impresionante industria farmacéutica. Y son clientela de las redes cada vez más tupidas de residencias de mayores. Son además clientela de las compañías de seguros que por su parte siguen acumulando en las cajas de pensiones montañas de liquideces, hoy día tan importantes que pueden hacer tambalearse los equilibrios financieros del planeta entero en cualquier momento.

El cronómetro de nuestras existencias

Hemos admitido sin apenas apercibirnos el hecho de que vivimos bajo la vigilancia de un insobornable cronómetro que preside inexorablemente los flujos de nuestras vidas.(Jan Barss: Aging and the Art of Living).

A la manera de los grandes relojes que presidían las viejas estaciones de trenes de otros tiempos, hemos instalado en el centro de nuestro sistema social un cronómetro que gobierna los flujos de las generaciones humanas, movilizando los flujos de la muchedumbre a través de una sucesión de instituciones como guarderías infantiles, escuelas, colegios después, y luego universidades, empresas, …hasta la jubilación. Así es como el cronómetro central - el dios Cronos de los griegos -ejerce su despótico dominio sobre las masas humanas no solo marcando tiempos y ritmos a nuestras vidas individuales sino al mismo tiempo condicionando y conformando las estructuras de la sociedad entera.

Es el dios Cronos quien declara senescentes a personas que están aún en la plenitud de su vigor físico e intelectual. Es Cronos quien de ese modo acelera las vidas de los jubilados vaciándolas prematuramente de sentido y de objetivos. Es también Cronos quien exalta los ídolos de la juventud que reinan en el deporte y en la moda. Y es él quien arrincona a los «viejos» así como a todo lo que pudiera asemejarse a un símbolo de vejez.

Es necesaria una nueva filosofía del envejecimiento

Pero no se puede arrinconar como muebles usados a personas llenas aún de vida y con capacidad y ganas de ser de utilidad a los demás.

Por todas estas razones, y en la medida en que la esperanza de vida continúa aumentando, se va haciendo imprescindible inventar una nueva filosofía de la vida y del envejecimiento. Una filosofía sobre la que basarse para poder imaginar e instaurar nuevas instituciones sociales.

La persona humana, al ser medida exclusiva o principalmente en función de parámetros fisiológicos, queda violentamente, metafísicamente, truncada. Pero esa es en el día de hoy la regla práctica habitual que rige en la medicina, en la universidad y en la empresa. A ello se opone el autor arriba citado, Jan Barss: «Mi edad es solamente, y no más que, el número de años que hace que nací».

Para rescatar a esta vejez arrinconada sería absolutamente necesaria una profunda revolución social. Que se reserve un lugar importante a este segmento de la población, hoy dejado de lado en los últimos años de una vida. No vamos a reclamar una nueva gerontocracia. Pedimos que nuestras sociedades imaginen nuevas instituciones que incorporen y aprovechen mejor las experiencias acumuladas por las personas mayores a través del tiempo de su existencia. Instituciones que secunden los ritmos de transformación de la pirámide demográfica.

Habría que volver a inspirarse en las viejas ideas estoicas de Cicerón en De Senectute, en los escritos de Séneca y en el rol que la sociedad romana asignaba a sus senadores.

Todas estas ideas pueden sonar más bien a utópicas. Pero el mundo saldría ganando, si se decidiese a luchar en este nuevo e inusitado frente de construcción de utopías.

Montaigne, no Heidegger

Yo abogo por la emergencia de una filosofía del envejecimiento, y quizás de la vida entera. Una filosofía que se aparte de premisas tan amargas como aquellas de Heidegger, para quien la muerte es el horizonte infranqueable de toda existencia humana y lo que le da sentido a la vida. Hoy precisamente sería necesario preservar la salud psicológica de la humanidad revirtiendo la terrible pendiente del declive hacia la muerte.

Siguiendo a Montaigne (Essais) hemos de lograr que nada nos sorprenda en la muerte. La muerte vendrá siempre demasiado pronto, pero no hay necesidad de anticiparla.

La progresión de la edad debe acabar por hacernos comprender que la Vida es nuestro único bien supremo y la sola virtud soberana. Y que el mayor error que se puede cometer es un bilioso menosprecio de la Vida.

Sólo al viejo le es dado vivir una relación equilibrada con su cuerpo. Comprender que el cuerpo es una parte importantísima- más aún- indisociable del ser humano. La vejez es un remedio contra la hipertrofia de espíritu con prejuicio del cuerpo y de sus exigencias. Porque la vejez puede y debe devenir la fase epicúrea por excelencia de nuestras vidas. (Entendiendo el epicureísmo en su más auténtico y amplio sentido).

Dice Montaigne: «La cosa más grande es saber ser para sí mismo». Saber gozar lealmente de nuestro verdadero ser.

El anciano se ve empujado a redefinir su escala de valores y a centrarse en el eje auténtico de su vida.

Una vejez conscientemente encapsulada en la finitud de la vida humana, aceptada de manera positiva y sin vaporosas – y para algunos vanas- pretensiones de eternidad. Y una existencia integrada en el devenir humano. Margaret U. Walker habla de integración lateral, es decir, saber incorporarse a su tiempo sacando ventaja de las conexiones hoy técnicamente posibles con otras personas y participando en experiencias colectivas. Léase internet, redes sociales, …

Porque un día sin alegría, ¿para qué lo queremos?

Blas Lara Pozuelo es Matemático y Catedrático de la Universidad de Lausanne.