La otra noche vi en diferido, ante la insistencia de varios amigos, la entrevista a Alfonso Guerra en el programa de Pablo Motos.

Manda huevos, como decía aquel ministro, que quien fuera la piedra angular del proceso de distancia con la Justicia, aquel que dijo «Montesquieu ha muerto», o aquello de que «A España no la va a conocer ni la madre que la parió», se haya convertido en oráculo para cierto sector de la derecha que aún sigue necesitando lavar su culpa por serlo.

Pero también, y en honor a la verdad, ese mismo personaje llamó «tahúr del Misisipi» a Adolfo Suárez, en una de las comparaciones más divertidas de la política, y en un tiempo en el que precisamente se hacía política y se discutía de política, no de régimen, tras una reconciliación nacional que quedará para la historia.

Al margen de reconocer lo que todos sabemos sobre Sánchez (a quien por cierto lo de Su Sanchidad le empieza quedar corto tras su nefasta visita a Israel), incluso sus propios votantes, señaló algo que personalmente me hizo recordar tiempos de juventud. Y es la diferencia entre adversario y enemigo, pues entendía el Sr. Guerra que al político contrario se le debe considerar como adversario, pero nunca como enemigo. Enemigos son los independentistas catalanes condenados o por condenar por la Justicia y todos los que blanquearon los cientos de asesinatos de ETA. Pero entre PP y PSOE no puede haber sino adversarios, con ideas distintas, pero garantes todos ellos del régimen constitucional y de libertades, del Estado social y democrático de derecho que debiera ampararnos.

Esta nueva censura que nos controla, desde el lenguaje inclusivo hasta la prohibición de los chistes sobre mariquitas, cuando no la acusación y el escarnio públicos de pensar diferente a ellos, no son sino manifestaciones de ese populismo que pretende imponérsenos y que principia por trazar una línea que distinga entre buenos y malos, entre amigos los que están a tu lado, y enemigos los que cohabitan en el otro espacio del plano.

Decir que se va construir un muro para frenar a la derecha, al más estilo populista de «Abre la muralla», por mucho que se la canten al Papa, no es sino reproducir en pleno siglo XXI conceptos e ideas ya superados entre los ciudadanos, mucho más en Europa. A salvo, eso sí, de que lo que pretendamos sea traspasar a nuestro viejo continente el maniqueísmo de la izquierda revolucionaria latinoamericana, cuyo resultado vemos a diario a nada que leamos la prensa libre, y cuya justicia social consiste en quitarle a los que trabajan, pues ellos son ya los ricos, para dárselo, no a los necesitados, sino a quienes a ellos les viene en gana. ¿Les suena? Pues a ese escenario nos encaminamos como sigamos callados y agachando la cabeza.

Argentina ha dado un vuelco al peronismo de campeonato. A qué punto habrán llegado para que ganase las elecciones quien los definía como «zurdos de mierda», en otro ejemplo de la deriva a que nos someten los populismos de uno u otro corte.

Sin duda que en ese lodazal, Sánchez y su red de mentiras y acólitos palmeros se mueven como nadie, ora cambiando de opinión, ora asustando al personal con los franquistas, como si la mitad de los españoles, aquellos que no le votan, lo fuesen, prestos no se sabe bien a qué, porque si hasta la Conferencia episcopal se recoge el hábito, ya me dirán ustedes qué contubernio puede constituir un peligro para el régimen.

Me cruzaba por la calle la otra mañana con un amigo que me comentaba con semblante entristecido para qué sirvió correr delante de los grises. No tuve oportunidad de consolarlo en ese instante, pues mi ánimo no era muy distinto al suyo. Pero visto lo visto, querido Carlos, al menos nos veremos en las trincheras, las que necesariamente tenemos que cavar para luchar de nuevo por la libertad y la Justicia, con la pluma que no la espada, con el sentido común, que no el fanatismo, y con la fiereza que la verdad otorga a los valientes.

PDA: Protégenos bajo tus alas, San Rafael.