Subidos en los hombros de gigantesBernd Dietz

Psicopatología de la vida cotidiana (II)

Estamos ante un virus pegadizo, una estafa sencilla y, sobre todo, un negocio infalible. Que sufraga, bien a su pesar, con sus impuestos, la ciudadanía española

El asunto catalán es obsceno. Que los sectores más racistas de una burguesía romántica, enriquecida con el tráfico de esclavos hasta hace poco más de un siglo, hagan brotar de la nada un nacionalismo de laboratorio, segregando un relato entre sesgado y falaz, al objeto de fabricar un sentimiento antes inexistente entre la población general, tiene bemoles. Pero reconozcamos su éxito. España no solo se ha dejado ofender, cuestionar y difamar, sino que ha coadyuvado bovinamente, desde los tiempos de González y Aznar, a esa estrategia, practicando una genuflexión infamante y exhibiendo una culpable dejación. Gobierno tras gobierno han ido mercando para su solaz las mieles del poder a cambio de una tajada adicional obsequiada al separatismo. Así que los beneficiarios han sido los políticos, burdos cortoplacistas sin escrúpulos, la fiesta la han pagado los contribuyentes españoles, obligados, mientras las víctimas propiciatorias eran esa mayoría de catalanes que se sabe española, inmolada sin pestañear por las administraciones estatal y autonómica. Difícil es imaginar mayor ruindad, bajeza, temeridad y atropello.

¿Nos imaginamos la mentalidad imperante en el Colegio Alemán de Barcelona entre 1935 y los años de la Segunda Guerra Mundial, cuando Jordi Pujol absorbió sus enseñanzas? Imposible que ese etnicismo no fuera formativo para el niño y el adolescente. Las palabras que Pujol dedica por escrito, ya de adulto, al hombre andaluz evidencian la germinación de esas semillas, el arraigado pavor a que la pureza racial de un pueblo superior pudiera verse mancillada por la proliferación de inmigrantes procedentes del sur. ¡Cómo iba un Gabriel Rufián, de ancestros granadinos y jiennenses, y que gasta un discreto catalán, a dejar de enrolarse en el independentismo! ¡Si hasta hubo miles de soldados de origen judío que combatieron en el ejército nazi!

El mismo horror a que una estirpe de prosapia pudiera verse ensuciada por seres inferiores se discierne en Sabino Arana, y no es casual que un alto número de asesinos etarras proceda de familias de maketos. ¿Complejo de Edipo, apuesta por el ascensor social, síndrome de Estocolmo, desvarío genuino? Tal vez de todo un poco. El sagaz Jon Juaristi, uno de nuestros más ilustres escritores, ha desentrañado hasta la saciedad esa ficción absurda, ese trampantojo pintado sobre cartón piedra, que constituye el nacionalismo vasco. La belleza que pudo tener su mitología, que la tuvo en el plano estético, como la literatura de Sir Walter Scott o las fantasías osiánicas --siempre en el terreno de lo imaginario--, ha quedado arruinada por la sangre inocente, la expulsión de cientos de miles de vascos de su tierra y el cinismo crematístico. De nuevo, por desgracia, sin que la izquierda española moviese un dedo para parar la calamidad. Y sin que la casta política de nuestro país, henchida de incultura, cobardía y desdén, se dignase a defender la maltratada identidad nacional.

¿Y por qué toda esa tirria a España? Pues porque estamos ante un virus pegadizo, una estafa sencilla y, sobre todo, un negocio infalible. Que sufraga, bien a su pesar, con sus impuestos, la ciudadanía española. ¿No será cierto, en lo concerniente a los separatistas de pitiminí, eso de «dime de qué presumes y te diré de qué careces»? Porque el modus operandi de catalanes y vascos lo han ido imitando gallegos, canarios, astures e innumerables provincianos más, todos ellos ufanos de su unicidad primigenia y sus epopeyas de juguete, ávidos de una deferencia especial. Y promoviendo que parlas y dialectos del más liliputiense localismo alumbren incontables chiringuitos para traductores, intérpretes simultáneos, antropólogos a la violeta y «académicos de la lengua». Muy serio no parece esto. Ni que los gobiernos españoles lo vengan consintiendo, financiando o propiciando, por un sospechoso afán de darle comba a cuantos españoles simulan no ser españoles. Algo más cómodo y rentable, confirman ellos, que competir en el mercado profesional sin las cartas marcadas, desde ventajismos caciquiles o lingüísticos, que premian al enchufado de casa y se blindan ante el aspirante que viene de fuera. Por eso un catalán o un vasco no temen a un magrebí sin estudios; cosa distinta sería un español preparado.

Algún iluso se preguntará por qué los alemanes de Alemania desarrollaron, en unos pocos lustros, hacia ese mismo final del siglo XIX en que eclosionan los identitarismos vasco y catalán, un odio tan neto a los judíos (habiendo sido la nación menos antisemita del continente), pese a que los judíos alemanes constituían una exigua minoría demográfica, plenamente germanizada desde el siglo XVIII y en buena parte convertida al cristianismo, que combatió heroicamente por el Káiser en la Primera Guerra Mundial. La respuesta es sencilla, y en nada se compadece con la altanería aria y el oropel de su autoestima. Antes al contrario. El motivo es solo uno: que los judíos, constituyendo un porcentaje ínfimo de la población total, y sufriendo habitualmente una discriminación injusta en las cribas meritocráticas (algo que también se dio en la URSS, de Stalin a Gorbachov, y continúa bajo Putin), sobresalían aun así con vigor en cuantas profesiones exigieran talento, de la universidad a la judicatura y de la medicina al periodismo o la creación artística. Solo por eso eran un peligro para los alemanes, que se negaban a competir en buena lid con ellos.

No tuvieron bastante los nazis con echar a los judíos alemanes de sus trabajos y viviendas, o robarles sus propiedades. También se vieron urgidos a eliminar físicamente a todos los judíos a su alcance, tras haber invadido el suelo europeo. Ello da la medida del complejo de inferioridad alemán, del resentimiento psicopático de los nazis y los muchos alemanes que arrastraron consigo, dominados por el pánico a una virtud y una inteligencia inabordables para su mediocridad. Nada tiene que ver la vulnerabilidad de los sufridos hebreos europeos, asquenazíes que vivían con modestia en pueblos de Polonia o Ucrania al estilo de El violinista en el tejado y a nadie amenazaban, con el poderío destructor de la Wehrmacht. Pero a los ojos de un nacionalsocialista, estaban defendiendo a Alemania. Y todo porque los agresores temían medirse con los hijos de Israel, con su genio intelectual y su pulcritud moral.