Recuerdo aquella mañana de hace un año. La recuerdo casi todos los días (por no decir todos), cuando cruzo los patios en busca de la redacción. No es un ritual, ni una pena mal asumida, porque antes de girar hacia las escaleras -lleve en la cabeza los líos que lleve- no puedo evitar mirar de soslayo hacia la puerta que da al museo y recordarte.

En una fracción de segundo, los recuerdos se agolpan. Desde aquella entrevista (al principio de todo esto) por la exposición de la Vera Cruz, hasta aquella tertulia que íbamos a formar y que dibujamos junto a la barra de la cafetería.

Todo viene, como un viento antiguo que se actualiza, que me remueve por dentro y que me lleva a aquellos domingos en que llevabas a Marcos al museo. Las sonrisas, las discusiones, los gestos de complicidad. La amistad es un compendio de todas las cosas (buenas y malas) y contigo aprendí la lección más valiosa, que no se puede prejuzgar a nadie.

No me dio tiempo para decirte adiós, querido Rafael, ni te lo digo ahora. Y, aunque he comprendido con los años que todo es un hasta siempre, lo más importante es mantener intacto lo vivido. Eso no quita para que te eche de menos y sepa que, cada mañana, mientras vaya allí los recuerdos me abrumarán unos segundos, con su cotidianidad y su escalofrío, porque en eso consiste la amistad y mantendré orgulloso que fui amigo de Rafael Mariscal.