El perol sideralAlfredo Martín-Górriz

Sentida defensa de la pirotecnia de antaño

«Cuando se aproximaba la Navidad llegaba a algunas tiendas cordobesas uno de los productos más preciados: los petardos»

¿Cómo fabricar una auténtica bomba de mierda en Navidad?, se estará usted preguntando en estos momentos. Muy sencillo. Deje el Youtube o el Tik Tok. He aquí el tutorial. Se selecciona una caca de perro en el suelo. Se incrusta un petardo con delicadeza. Se enciende. Se busca parapeto para evitar las esquirlas mojoneras. CATAPUM. ¿Hay un fuego artificial más hermoso?

Quizá usted no lo recuerde, o si es joven no lo haya vivido, pero hace tan sólo unas décadas era frecuente ver las calles cordobesas llenas de pandillas de niños sin supervisión adulta. Entre ellos se contaban pequeños de todas las edades, a veces con una aceptable diferencia de edad. Vivían en su mundo al margen de los mayores, con sus propias reglas y en una dimensión prácticamente paralela. Sus juegos sólo se veían interrumpidos cuando llegaba el momento acordado de subir a casa, pues uno subía a casa aunque viviese en un bajo. Siempre se hacían los remolones y obligaban a alguna madre a salir a la ventana para dar una voz. Entonces la magia se rompía hasta la próxima vez que les permitieran bajar a la calle. En ella se pasaban horas y horas, unas veces jugando, otras haciendo tales barbaridades que esos niños, sabiendo lo que hubo, se han convertido hoy en padres sobreprotectores para que a sus hijos no se les ocurra repetir determinadas fechorías. «Es que no los dejo bajar a la calle porque hay muchos coches y muchos pederastas sueltos». Sí, sí, que lo que no quieres es que la líen parda como tú, que nos conocemos, que fuiste un regalito, pero un regalito del Señor.

Cuando se aproximaba la Navidad llegaba a algunas tiendas cordobesas uno de los productos más preciados: los petardos. Los había de peseta y de duro, y en ocasiones de cinco duros, considerándose estos últimos armas de destrucción masiva. Uno de esos comercios era el que denominábamos genéricamente «frutos secos» por su principal fuente de ingresos, pero que en realidad se llamaba, y se llama -porque todavía sigue existiendo- Sole, en la avenida de los Almogávares. Niños curtidos en comprarle a sus padres alcohol y tabaco por la noche, pues a dar tumbos por ahí nos mandaban «a ver si había algo abierto», se encontraban en su salsa si de pirotecnia se trataba. Lo más querido. Lo más ansiado. Navidad jubilosa. Deme usted diez petardos de estos de aquí. Y como sobra dinero un chicle de aquellos también.

Y así se sucedían lanzamientos al aire de petardos de peseta, muy ligeros y con escasa cantidad de pólvora, o bien se ponían los considerables de duro. Otros eran difíciles de conseguir. Y las calles se convertían en una pequeña intifada, con tardes enteras que ríase usted de una zona de guerra. Explosiones aquí, allá y acullá, marcaban los territorios ocupados por diferentes pandillas que se relacionaban mediante el eco del sonido de los zambombazos en una Córdoba tan cercana como ahora impensable.

También vendían cohetes, y recuerdo yo lanzar uno con ayuda de un amigo hacia una ventana lejana y abierta por la noche, en plena hora de la cena. Un reto imposible que conseguimos palestinos perdíos. El cohete entró y salimos corriendo sin comprobar si alguien murió de infarto. Si esa familia lee esto y lo relaciona con lo ocurrido entonces, solicito mil perdones, me he reformado y ya no soy aquel pequeño proyecto de terrorista.

Pero el verdadero objetivo militar, aquello que nuestras aguerridas almas anhelaban, era la bomba de mierda. En aquella época los perros todavía estaban por debajo de los humanos en la pirámide trófica, y los dueños no recogían sus cacas con la mano, por lo que toda la ciudad estaba salpicada de ellas. Podías discernir la raza con mirar las deposiciones o reconocer al perro del vecino según la textura y forma de la boñiga. En una ocasión, y recomiendo al lector sensible dejarlo aquí, pero es necesario contarlo, algún animal grande aquejado de problemas estomacales dejó en la acera una deyección colosal, inmensa, casi planetaria. Una verdadera brutalidad. Y encima suelta. Se pueden imaginar. Aquello era como pentrita para un etarra. Dispusimos el petardo, lo encendimos, nos escondimos detrás de coches aparcados y creamos la madre de todas las bombas. Su explosión llegó a los confines de la calle como la forma más depurada de arte contemporáneo. Me estremezco de la emoción al escribir estas líneas: la MBM (Magna Bomba de Mierda) es parte indisoluble de mi educación sentimental.

En estos tiempos de tantísimo control parental sobre los hijos, y por parte del Ayuntamiento con respecto a la venta de petardos, sería quizá recomendable hacer una tregua, y que durante determinados días de Navidad los perros pudieran hacer caca en las calles cordobesas para que los niños actuales, acompañados de sus padres, crearan juntos estos artefactos, recuperando una tradición perdida con todo su bagaje didáctico.

Hago desde aquí por tanto ese necesario llamamiento al Consistorio. En estos tiempos líquidos llenos de relaciones tóxicas, rupturas, infidelidades y divorcios una cosa tengamos clara: la familia que fabrica en Navidad una bomba de mierda unida, permanece unida.

Perdón, de popó.