Relatos en verdeRafael del Campo

Fernando Aguayo: el pintor y su misterio

Siempre que contemplo un cuadro y trato, ingenuamente, de penetrar en su significado más hondo, me viene a la mente, no sé por qué extrañas razones, la legendaria frase de Rafael “ El Gallo “ :

- Torear es tener un misterio que decir…y decirlo.

Luego, la imaginación, esa potencia anárquica que no tiene lidia posible, me lleva a “ Los Corales “, la añeja cafetería sevillana donde se aquerenciaba, ya muy quebrantado por la edad, el viejo maestro: su sombrero ladeado cubriendo la rutilante calva; el café humeante sobre el velador de mármol; y el puro , el eterno puro, entre los dedos, unos dedos huesudos y amarillosos por mor de la nicotina…Tiene el mirar, como el de todos los que se pasan la vida soñando despiertos, cuajado de nieblas y lejanías y, a veces, en las negras pupilas agitanadas, le chispea un fogonazo mínimo y brillantísimo, que remanece de felices recuerdos, de tardes de gloria y públicos entregados. Entonces echa mano de las melancolías y musita :

- Torear es tener un misterio que decir…y decirlo.

A mí, como amante de todas las artes y también, a mi pesar, como ignorante de sus reglas y sentidos más profundos, me inquietan las razones que hacen que los hechos estéticos produzcan conmociones espirituales. Comprendo, es un poner, que una tanda de naturales de Finito de Córdoba es, objetivamente, poco más que el sutil movimiento de una franela roja dibujado en el aire. Sin embargo, he de confesar que, al verlos y, aun más, al recordarlos, siento ríos de emoción que no puedo explicar.

Pongamos ahora a la “ verea “ estos versos del admirado poeta Manuel Machado :

"Que las olas me traigan y las olas me lleven

Y que jamás me obliguen el camino a seguir

….

Que la vida se tome la pena de matarme

Ya que yo no me tomo la pena de vivir "

Después de leerlos me pregunto cuándo y por qué dejan esas palabras de ser una simple argamasa que une fonemas y entrelaza significados y sugerencias para cuajar en un poema, cuya emoción va más allá de la memoria, del tiempo y de la vida.

Yo creo , y no opongo más argumento que mi intuición de observante, que la clave está en El Gallo. Sí, en el viejo y abúlico torero. Torear, escribir, pintar, son uno y lo mismo. O sea: tener un misterio que decir…y decirlo. Y ahí está la dificultad. Y ahí está la diferencia entre el pulcro artesano y el artista: el artista tiene un misterio que decir…y lo dice. Lo dice con su torero, con su poesía, con su pintura y, además, lo expresa con tal belleza, que su sentimiento queda, para los restos, grabado en el corazón de quien lo ve, lo lee, o lo admira.

Cuando me acerco a la pintura de Fernando Aguayo, que expone estos días en la sala de Cajasur, me quedo impresionado. Pero no por su técnica depurada, ni por la ajustada arquitectura de sus cuadros, ni por el virtuosismo de sus composiciones…Todo esto, creo, se presupone a los grandes pintores ( Y Fernando, indiscutiblemente, lo es ) .

Lo que me abruma es su lenguaje, su hondura conceptual, su belleza inescrutable. En sus cuadros se proyecta una intensa vida interior expuesta con un idioma ( pictórico, obviamente ) singularísimo y reinventado, en el que combina el detallismo con la ambigüedad, lo exacto con lo diluido, lo simple y lo elaborado… En su actual exposición, el sentimiento religioso, por ejemplo, lo plasma en «La Piedad», que representa a un Cristo yacente, brevemente intuido, en una escena brumosa y evanescente , que sugiere lo inaprehensible de la Fe y su inseparable vinculo con el amor al prójimo, materializado en la ayuda a ese cuerpo inerte y muerto que es, en ese preciso momento, el de Nuestro Señor.

Su amor por Córdoba aparece en diversos cuadros que representan lugares emblemáticos de nuestra ciudad : «La Catedral», «La Calahorra» y el genial «La Calle Jesús y María»… Pero estos cuadros, más que una representación del objeto, son una forma poética con la que Fernando «nos cuenta» la ciudad, poniendo en ella gran parte de su propia personalidad. Me llama la atención que no hay figuras humanas en ninguna de estas obras dedicadas a lugares de Córdoba ( salvo en «La calle Jesús María», donde hay dos ) tal vez porque el artista quiera hallar el alma de la ciudad, al margen de la deshumanización que, aunque parezca un oxímoron, provoca el hombre en la misma.

El tratamiento de la naturaleza, también ayuna de figuras humanas, nos lo ofrece en “«La Nube» , «El Río» …en todas ellas me impacta el tratamiento del cielo que, con economía de recursos, aporta siempre una trémula profundidad poética, de especial fuerza en «La Campiña ».

Al fin y al cabo el arte es emoción y la emoción no se explica: se siente, se vive y se goza. Y en los cuadros de Fernando Aguayo esa emoción sale del cuadro y, valga la expresión, «chorrea» por el ambiente. El observante, en suma, se siente introducido en un mundo que le es familiar pero que aparece ahora reinterpretado, nuevamente creado y, así, entre sorprendido e incrédulo, siente el vértigo de la belleza que, por obra y gracia de los pinceles manejados por un artista de primer orden, va desvelando misterios.

En conclusión: los cuadros de Fernando Aguayo no son, simplemente, para ser vistos. Son para ser observados. Para ser gozados. Y meditados. Porque en la personalidad de este artista singular late un misterio, el de su honda calidad humana y extraordinaria sensibilidad que, a través de su obra, nos comunica y que, si llegamos a aprehenderlo, nos enriquece y nos hace más humanos.

Por ello, al salir de la exposición de Fernando Aguayo, aun conmovido por la belleza de sus obras, he querido parodiar a El Gallo, y he susurrado para mí mismo:

- Pintar es tener un misterio que decir…y decirlo.

Y me he perdido por las calles de Córdoba, esa Córdoba de los grandes artistas que, en el apellido Aguayo, tiene el ejemplo de sus más esclarecidos y brillantes creadores.