¿Qué porcentaje de sujetos estarían dispuestos a quedarse voluntariamente tuertos si con ello lograsen dejar ciego a ese prójimo al que detestan? Tal vez unos cuantos. La política nacional, en lo que atañe a las pulsiones de dirigentes y votantes, es mucho más sentimiento dañino que sobria racionalidad. Va antes a colocarse contra alguien y desear su mal que a pensar en un clima edificante para el país en su conjunto o que atenúe los errores propios.

Lo ha formulado con claridad Miguel Rellán, el marido de Rosa María Mateo: «Si la alternativa es la amnistía, con todos mis recelos, o que gobiernen el PP y VOX, lo siento: amnistía.» Si así se pronuncia alguien de cierta cultura, actor y director teatral, una persona supuestamente espabilada, ¿qué no sentirá la gran mayoría de televidentes con menos luces y carente de sus elementos de juicio? ¿Cuántos simpatizantes del PP, para sus adentros, no opinan lo mismo?

La ventana de Overton, cuyo encuadre no cesa de avanzar hacia posiciones cada día más contumaces y vitriólicas –suyo es un sectarismo insensato, obtuso, que conduce a nuestra inmolación como sociedad civil-- no solo se desplaza a resultas de la acción de esos engrasados enjambres de asesores, ideólogos y propagandistas oficiales, que se devanan los sesos para alumbrar a cada rato nuevas modalidades de arrogancia, ira y despecho, y no notan que es idiota matar la bondad. También cuenta con el gusto por la intoxicación del pueblo llano, ávido de imitar lo que ve, exigiendo vetos, antagonismos y la destrucción moral del diferente.

¿Proyecta ello una fantasía de aniquilación física? Cuesta entender la omnipresencia a estas alturas de la Guerra Civil, cuya delirante falsificación hermenéutica, azuzada desde el cine, la prensa, el parlamento y la universidad, lastra las mentes, los corazones y las almas, mientras el Oscar Puente de guardia otorga a los etarras unas impecables credenciales éticas. Así las cosas, un partido moderado, católico y liberal-conservador como VOX se ve cada vez más solo ocupando lo que fue el campo tradicional de las democracias occidentales: garantismo legal, valores constitucionales, intangibilidad de fronteras, libertad individual, rechazo de la discordia, pluralismo ideológico, cultura del esfuerzo, etc. De ahí que, pese a las calumnias y agresiones que sufre, tenga un espacio único para divulgar tales virtudes, e instruir a la ciudadanía en la poca cuenta que trae el cainismo.

Estar en las antípodas del totalitarismo a la moda no es cómodo. Te caen bofetadas de todas las esquinas. El colectivismo deshumanizador ya no se llama comunismo o fascismo, sino globalismo, y José Manuel García-Margallo lo considera el evangelio. Pero al pretender rivalizar en «progresismo» con los más «progresistas», el PP apuesta, con candor farisaico, por alimentar una patología a la que le crecen cada vez más vigorosos anticuerpos en países como Italia, Holanda, Suecia, Alemania, Finlandia, Grecia y otros. Si los carcas de ayer se convierten al wokismo por cálculo o flojera, y envían felicitaciones navideñas como la urdida por el rector ayusista de la Complutense, Joaquín Goyache Goñi (dice: «El fin del otoño abre paso al nuevo año con deseos de paz, renovación y prosperidad.»), podría ser útil recordar que cristianismo e identidad europea son indisociables, salvo para estos amnésicos sin linaje.

Si el ámbito convencional de una izquierda rosácea es ocupado por dicha derecha, el PSOE no tiene otra que reproducir el esquema tachando de alicortos los acercamientos del PP, y mirar a su izquierda y hacia los secesionismos antiespañoles para arrebatarles sus banderas. Y si el socialismo se lanza a colonizar esas parcelas antaño comunistas, etnicistas y hostiles, es obvio que sus moradores tendrán que radicalizarse todavía más, para que no los tilden de tontos. Aquel eurocomunismo de Carrillo, con su pose integradora e institucional, no tiene ya cabida en el contexto, y Aldo Moro, el del Compromiso Histórico con Enrico Berlinguer, habría muerto para nada.

Lo nuestro viene a ser un cóctel, un juego de sillas musicales, entre marxismo de los años treinta, mendacidad, corrupción, incultura galopante, cinismo hedonista y nostalgias guerracivilistas. No existe loghismós o aberración de la conducta, en el sentido de las ocho desviaciones descritas por Evagrio Póntico, en las que nuestra casta política no chapotee con delectación infinita. Lo ilustra a las mil maravillas Esteban González Pons mediante su pintoresca novela El escaño de Satanás (Barcelona: Espasa, 2022). Se trata de una fantasmagoría gótica con algunos elementos fantásticos. Aunque lo más terrorífico del ejercicio literario sean su alto grado de realismo implícito, la pericia experiencial con la que se retratan las vidas y milagros de nuestros personajes públicos actuales.