Subidos en los hombros de gigantesBernd Dietz

Los nuevos héroes

La censura, la exclusión y la cancelación sirven para silenciar cuanto posea altura, profundidad e inteligencia, y extirpar cuanto fomente el libre pensamiento

Parece que el gobierno, auxiliado por el PP, se propone modificar la Constitución para reemplazar el nombre de disminuido por el de discapacitado. Una cirugía semántica de alto copete. Aunque, según se comenta, ello no es sino un truco barato para colar de rondón otros retoques maniobreros sin que se note demasiado. Tiene una coherencia morbosa. Nuestra política, al carecer de grandeza y de sentido del ridículo, es un juego de trileros, en el que cuanto se dice es timo y añagaza, mientras jamás se explicita honradamente –la truhanería es norma-- lo que debe permanecer oculto el tiempo necesario hasta alcanzar las turbias metas buscadas.

De lo que nadie duda es del oportunismo o la impostada bondad de volcar el máximo celo presupuestario –nominalmente-- a favor de disminuidos o discapacitados, que por supuesto son la misma cosa. Lo que expresan tales sinónimos es que existen personas con menos dones y dotes que las personas corrientes. Y que, por consiguiente, sus aptitudes y rendimiento, sus aportaciones y valía, su cacumen y utilidad social, marcadas por el legislador con el prefijo «dis», comportan una carencia obvia. Que inmediatamente deviene en signo de distinción. En excusa para que avezados parásitos, peritos en coimas, en progresismo de ONG y en carísimas campañas publicitarias encargadas a amiguetes, ideen saqueos ingeniosos y restantes variantes del cinismo, haciendo su agosto a cuenta del buenismo.

En el último medio siglo, esta deriva se ha convertido en lucha de clases posmoderna. Se ha prescindido de obreros, plusvalías y fábricas para explotar el negocio estratosférico de unas víctimas más teatralizadas que un transformista del Paralelo. Lo que un día se describió como la cultura de la queja, un innovador paradigma que entronizó al agraviado –al teórica, fantasiosamente agraviado-- como héroe genuino de este tiempo. Y a sus salvadores como jefes de negociado con licencia para servirse a manos llenas del cajón del dinero.

Porque, ¿qué exactamente es hoy un héroe? Alguien que sufre opresión. ¿Y quién sufre opresión? Cualquiera que se sienta incómodo por su sobrepeso, problemática sexual, bajo rendimiento académico, origen tercermundista, adicción a sustancias, resentimiento social, etcétera. Culpables de esta situación son, naturalmente, los que no buscan un modus vivendi invocando dichos títulos, bien por ser hombres blancos, heterosexuales, trabajadores y posiblemente valiosos, que se ven responsables de sus propias vidas, bien por ser mujeres, negros, homosexuales o lo que se tercie, que la diversidad es hermosa, a quienes no se les pasa por la cabeza creer que la sociedad esté en deuda con ellos. De modo que la clave, para tener indiscutible derecho a subvención, visibilidad y mimo, es declararse en una posición subalterna, frente a los individuos que generan con esmero esa riqueza que a los nuevos comunistas, igual que a los antiguos, les pone los dientes largos. Aunque el lobo se vista de Caperucita, y diga que su objetivo es la igualdad.

Cuando uno visita los bellos países de Hispanoamérica, su principal atractivo turístico, del que más orgullosos están los lugareños, es la rica huella colonial. Parece que los pérfidos españoles construyeron desde el primer día suntuosas iglesias, universidades, palacios, plazas porticadas y otras maravillas, y allí las dejaron, junto con los indios a los que, por contraste con los anglosajones del norte, se abstuvieron de masacrar, porque eran católicos. A resultas de esto, el vocablo «colonial» aparece lleno de resonancias positivas hasta que llega el típico neomarxista esgrimiendo las teorías poscoloniales de Fanon, Said, Bhabha, Spivak y otros, dándole la vuelta a la tortilla y ofreciéndole a iletrados podemitas tipo Urtasun, o a farsantes como López Obrador, la labia para perorar sobre un inexistente genocidio. Un genocidio que exige pagos contantes y sonantes, claro, al revestir una gravedad comparable a la gordofobia, la homofobia o la islamofobia.

Si el socialismo quedó desacreditado por su historia criminal, la ruina económica producida y los famosos cien millones de muertos, ahora toca probar fortuna con otro delirio, otra burrada contrafáctica, otro atropello a los designados como paganos del expolio. Es el posmodernismo de lo woke, que catedráticos de postín, como la dimitida rectora de Harvard, y una juventud tan fanática como obnubilada, promueven con ardor digno de mejor causa.

Si el redefinido enemigo es cualquiera que encarne algún tipo de superioridad intrínseca, moral y axiológica, es evidente que estos desnortados demagogos pretenden darle la vuelta a la pirámide, colocarla sobre su punta y otorgarle la preeminencia a la base. Algo inviable, conducente, si se pretendiera en serio, a la destrucción de los más nobles logros de la civilización humana. Será menester, por tanto reaccionar. Identificar el problema, desenmascarar sus motivaciones de poder, codicia, envidia y maldad descarnada, y ponerle remedio.

Los obesos no son maltratados por los esbeltos, como los fracasados no lo son por los que tienen éxito. Cosa distinta es que los listillos comunistas quieran autoconvencerse de que hay más de los primeros que de los segundos, y que de ellos podrían extraer su soldadesca para hacer una revolución que ellos dirijan, disfruten y patrimonialicen.

Nadie discute que en ciertos ámbitos y momentos se hayan dado personas o grupos sometidos a discriminación y trato injusto. Ello sucede en las mejores familias, no digamos en la España de Sánchez, y en más lugares y tiempos. Pero es innegable que llevamos siglos derivando hacia el fair play, la igualdad de oportunidades, la meritocracia, la seguridad jurídica y la rendición de cuentas. La perfección es ajena al ser humano. Una mujer, un negro o un homosexual dejan de interesarle al comunismo en cuanto les resbalen el rencor, el reconcomio y las promesas de un trato ventajista. En el preciso instante en que deseen para los demás lo mismo que desean para sí mismos: libertad individual, reconocimiento y la ocasión de tripular su propio destino sin tutelas externas. El comunista no comprende que sus favores, que son humo, constituyen un insulto a la inteligencia. Que nadie quiere su paternalismo. Que son más transparentes que un niño.

La igualdad de partida es una condición plenamente exigible. Siempre que no se confunda con la «acción afirmativa», las célebres cuotas de marras y la «discriminación positiva». Esos disfraces tramposos. La igualdad final es una afrenta corrosiva, porque borra cualquier mérito contraído, para aplastar al virtuoso y premiar a su contrario. Si logramos acabar con estudiantes que saquen mejores notas, con atletas que corran más deprisa, con sabios que piensen mejor o con ingenieros que demuestren más talento, estaremos acabados. ¡Bendita desigualdad, pues!

Las universidades anglosajonas antaño más prestigiosas son hoy los templos del wokismo. En cualquier departamento de Humanidades cuesta trabajo encontrar, entre el profesorado, un triste varón blanco y heterosexual. Los contenidos que se enseñan han dado la espalda al canon de la cultura occidental en literatura, arte o filosofía, para sustituirlo por fetiches y pamplinas que son mera propaganda de dicho infantilismo ideológico. La censura, la exclusión y la cancelación sirven para silenciar cuanto posea altura, profundidad e inteligencia, y extirpar cuanto fomente el libre pensamiento.

Las pirámides de Egipto se construyeron con técnica y celeridad prodigiosas, por mano de obra ciudadana, no esclava, que buscaba honrar al Faraón. Una demostración de fe y admiración hacia lo esencial. Pero los antiguos egipcios estaban impulsados por un genio prodigioso, y valoraban las jerarquías del saber. Por lo que apreciamos en los innumerables testimonios conservados, parecían un pueblo feliz, respetuoso de las divinidades, la monarquía, la ciencia y la unidad nacional. Algo semejante es apreciable en la verticalidad de las catedrales góticas y el amor a la excelencia que impregna la teología cristiana. ¿Queremos vivir en un mundo igualado, romo, clónico y mediocre? ¿No será el neomarxismo una estrategia de las élites para acelerar nuestra autoaniquilación? Si Occidente es lo más preciado y sobresaliente generado por la humanidad, tendría sentido empezar la demolición por ahí.