Los síntomas primigenios de que la Cuaresma es inminente y de que se acerca, por ende, la Semana Santa, vienen dados por la cantidad de convocatorias que hacen los capataces a sus cuadrillas o a quienes quieren formar parte de ellas. Se han anunciado los primeros cultos, se comienza a ver a las vírgenes vestidas de hebrea y, como el reloj que se ha dispuesto a marcar la cuenta atrás, se presentan carteles, se ponen a la venta sillas y palcos para la carrera oficial, se solicita el puesto a ocupar en una estación de penitencia, se encarga la flor y la cera…, y se podría seguir enumerando un extenso listado de actividades que ya se han puesto en marcha, propias del mecanismo de acción del movimiento cofrade.

Dentro de esta vorágine de preparativos, creo que hay un punto preponderante sobre el resto, en cuanto al número de personas que moviliza: la atracción por el costal. Desde hace años muchos jóvenes se han sentido cautivados por este «oficio», como les gusta llamarlo a algunos de ellos, si bien auténticos costaleros eran los que cargaban de verdad costales, pero llenos de grano, semillas u otros elementos y, por tanto, se dedicaban profesionalmente a ello. Dejando las ocupaciones a un lado, hay que reconocer que este año han ido apareciendo en aluvión a las llamadas a formar las cuadrillas que serán los pies en cada uno de los pasos que conforman las distintas escenas de la Pasión y que procesionarán por nuestras calles en el mes de marzo. Nunca se sabe si este boom costaleril morirá de éxito de aquí a un tiempo, pero hoy goza de una fantástica salud. Se podría plantear la cuestión acerca de si esto es bueno o no. Algunos parecen estar pasando una fiebre que los lleva a buscar sitio no en una hermandad sino en un puñado de ellas, llegándose a confundir el vicio con la devoción y dibujando una realidad diluida de lo que se debería considerar como verdadera vivencia de fe.

Esas citas multitudinarias difieren bastante de la asistencia a los cultos que se celebran en honor a los titulares que ellos mismos van a portar, o a las propuestas de formación, imprescindibles para adquirir unas nociones mínimas con las que encontrar la propia identidad; incluso difieren de la magnitud de las filas de nazarenos que no siempre se presentan nutridas de hermanos. Ser costalero queda en flor de un día o de una semana, sin más. ¿Por qué los que no son admitidos o los que ya dejan de salir no cogen su cirio y acompañan en la estación de penitencia dentro del cortejo? ¿Por qué muchos ni siquiera son hermanos de la cofradía? Interrogaciones abiertas de un tema que daría para largas tertulias y que no obtendría el consenso como conclusión. Sin duda, un extenso campo de trabajo que nadie se ocupa de abonar.