El perol sideralAlfredo Martín-Górriz

El caddie expiatorio

Si en el sur de España contamos con periodos de sequías periódicas, no pudimos suponer que sería debido a los campos de golf por venir, cuya mera mención agrieta la tierra

Severiano Ballesteros vivía siempre preocupado según una canción del músico cordobés Juan Antonio Canta. ¿Los motivos? Temía que le diesen el palo equivocado y, a la postre, no acertar en el agujero. Si el célebre deportista viviese hoy día, su hándicap sería la menor de las preocupaciones. Nada más encaminar el tee de salida en el primer hoyo sería acusado de fomentar el estrés hídrico de la comarca. De nada importarían sus másters de Augusta, el Abierto Británico o la Ryder Cup. El deportista sería considerado un atentado contra el medio ambiente. Pese a que el carrito de golf es eléctrico.

Basta con que se den un paseo por las redes. Ante el anuncio de cualquier torneo en el Real Club de Campo se amontonan los comentarios negativos que consideran intolerable que se celebre el acto. Y si hablamos ya del proyecto de campo de golf en la Casilla del Aire, el debate se enciende hasta límites insospechados. Este juego, para muchos cordobeses, es el responsable directo de la sequía. El gran estudioso del chivo expiatorio, René Girard, no podía sospechar que en Córdoba tomaría la forma de joven con gorrita y una bolsa de palos de hierro. El caddie expiatorio hace peligrar el agua del grifo y aleja la lluvia como si se tratase de un dios funesto.

Poco importa que los sucesivos gobiernos españoles carezcan de un plan hidrológico inteligente y eficaz, poco importa que este gobierno en concreto esté eliminando presas por orden de la Unión Europea, poco importa, en el caso de Córdoba, que el nuevo campo de golf fuese aprobado por los mismos partidos que ahora protestan, y que sus quejas por la cercanía con el yacimiento de Medina Azahara contraste con la política de antiguos ayuntamientos de izquierdas de fomentar las parcelas ilegales, creando una combinación de cemento, piscinas y ausencia de árboles que convierten muchos barrios de Córdoba en una constante agresión a la naturaleza y a la belleza, monstruos de la periferia que esquilman el terreno.

El golf lo reúne todo. Agrupa a jugadores que se pueden clasificar indudablemente entre los términos «ricos» y «fachas», fomenta el turismo y por tanto la prosperidad de una ciudad volcada en este sector, genera una zona verdaderamente rica en fauna y flora, y encima divierte de una forma alejada de los deportes de moda o el ocio habitual basado en el alcoholismo. Para colmo requiere de una destreza lograda con tesón a lo largo de años. ¿Qué puede haber peor para la izquierda? ¡Que encima Franco jugaba! Y así el caddie expiatorio reúne todos los males reconcentrados y puede provocar que nuestros hijos mueran de sed y el entorno quede convertido en un páramo.

Si en el sur de España contamos con periodos de sequías periódicas, no pudimos suponer que sería debido a los campos de golf por venir, cuya mera mención agrieta la tierra. Entre greens y bunkers crecen los cactus y pasan los tuaregs. Un matojo rodante va del hoyo 1 al 18. Desolación absoluta. He ahí el camello. He ahí el dromedario. Diferéncielos por favor. Dos jorobas. Una joroba. ¿Es aquello un oasis o un espejismo?

Y así, el problema entre el cemento, las fosas sépticas, los pozos clandestinos y las albercas por doquier queda proyectado en el campo de golf, un malvado que de ser persona veríamos de espaldas acariciando un gato.

Severiano Ballesteros, seguía la canción de Juan Antonio Canta, miraba la bola y recitaba «pobre cabecita loca, estás llena de agujeros, mi alma es una canica, por eso es que yo te amo». Finalmente el cantante se hartaba «Anda y no me des el palo, no me seas Severiano». Quizá habría que enarbolar esa frase para contrarrestar a los pelmazos del caddie expiatorio, y cada vez que vengan con la monserga de la sequía dedicarles un contundente:

- ¡No me seas Severiano!