El perol sideralAlfredo Martín-Górriz

San Julio y San Anguita

Aquellos que hace unos días votaban a favor de llamar Julio Anguita a la estación, votaban hace años en dos ocasiones por llamarla Góngora

Con la petición de que la estación de tren de Córdoba se denomine Julio Anguita, continúa la extraña santificación de este político iniciada tras su muerte. Es bueno recordarla. Mientras los cordobeses y el resto de los españoles tenían que ceñirse a numerosas restricciones por la pandemia de coronavirus, el funeral del que fuera alcalde de la ciudad se las saltó todas. Era la época, y conozco varios casos, en que podían no dejar pasar a la habitación a los familiares de un moribundo ni asistir al entierro a muchos de sus seres más cercanos. Multitud de personas estuvieron solas en su agonía y prácticamente solas más tarde en el ataúd. Sin embargo este prohombre tuvo casi un funeral vikingo, pues poco faltó para colocar su cadáver en un drakkar y prenderle fuego en el Guadalquivir. Y es que hay clases y clases. Esta canonización no necesita proceso de investigación por la Iglesia ni Vaticano que valga, ni virtudes heroicas ni martirio. Basta con el empuje de sus acólitos, muchos de ellos en el partido que teóricamente era su oposición, el PP, elevado ahora a imprevista e impensable Congregación para la Causa de los Santos. El fervor es tal que no es descartable que tengamos dos fechas para rendir culto, la del nacimiento el 21 de noviembre, San Julio, y la de la muerte el 16 de mayo, San Anguita. Si uno no puede hacer una ofrenda floral en una, siempre queda la otra.

Viajamos en el tiempo de muerte a muerte. En este caso la del hijo de Julio Anguita, Julio Anguita Parrado. La escena es bien conocida. Anguita padre tenía que dar una conferencia en Getafe. Tras conocer la muerte de su hijo no la suspende y realiza el conocido discurso que concluía con la indicación de que seguiría combatiendo por la III república española y aquel «malditas sean las guerras y los canallas que las hacen». Aquello que fue visto por muchos como una manifestación de entereza, en realidad deja ver transparentemente el narcisismo enfermizo del personaje, capaz de proyectar en ese momento algo tan brutal como la muerte de un hijo hacia sus obsesiones personales sin el más mínimo problema ni muestra de sentimiento alguno. Lo primero es lo primero, la conferencia y la III república.

La carrera política de Julio Anguita giró en torno a ese narcisismo, permitido por la peculiaridad de ser el único alcalde comunista de una capital española. El papel teatral de «califa rojo» estaba servido y resultaba idóneo para una persona encantada de escucharse. A partir de ahí hay que entender su figura en plena sintonía con la de sus acérrimos seguidores, aquellos que le rinden pleitesía. Uno ofrecía soluciones simples para problemas complejos, repetición de clichés y frases de galleta de la suerte. Los otros oían lo que querían oír para mantener incólumes sus prejuicios. Como todo egotista, Anguita conseguía la audiencia que creía merecer y su audiencia el consuelo que ofrecen los estereotipos. Atención a cambio de alivio.

En realidad, desde los años 90, Anguita era un señor conservador incapaz de reconocer que se había equivocado, lo que le conducía a numerosas contradicciones. Como tantos izquierdistas de juventud y madurez, su ego no podría admitir el error, lo vemos en estos mismos momentos con las piruetas que están haciendo Savater, Azúa o Cercas con tal de mantenerse en el mundo de la superioridad moral.

Hay que resaltar dos cuestiones clave. Anguita es el responsable de introducir como manos derechas en cargos de importancia a dos de los personajes más siniestros de la política cordobesa y andaluza: Herminio Trigo y Rosa Aguilar. Ambos alcaldes. Ambos tránsfugas. Ambos responsables de los más sonoros ladrillazos de la ciudad. El primero condenado por prevaricación y luego indultado por el Gobierno socialista, partido al que fue a parar (¡los indultos vienen de lejos!). La segunda, también socialista posterior por metamorfosis, formó un trío calavera junto a la extinta caja de ahorros y el constructor Sandokán. Para llegar al trasfondo de esto necesitaríamos una serie de Netflix con cinco temporadas. O bien contactar mediante ouija con el espíritu de Maximiliano Hercúleo, algo que vale para los dos. Cuando se le preguntaba a Anguita sobre su responsabilidad en la elección y actividad de ambos se negaba a contestar. También se negaba a contestar cuando se le preguntaba por el acercamiento y absoluta connivencia de Izquierda Unida con el terrorismo en Vascongadas. Mutismo total. Ambos silencios son suficientemente destacables e indignos como para que evitemos la hagiografía constante en la que sobrevuela el papel de «califa rojo», que hubiera quedado dañado y expuesto si hubiera respondido, lo que era su deber, el cual sorteó innumerables veces sin vergüenza alguna.

Anguita y sus manos derechas promovieron el moderno urbanismo de finales de siglo y principios del siguiente basado en los pelotazos y las plusvalías, impidió el urbanismo racional y enfocado a los ciudadanos y puso notables cortapisas al desarrollo de la ciudad tanto en ese aspecto como el logístico. También fue un pionero en el aumento de funcionarios municipales por doquier, muchos de ellos curiosamente de la cuerda (¡oposiciones para el pueblo!). Todo esto parece olvidarse en un proceso de memoria histórica que, como tal, está tergiversada y se ciñe al aspecto superficial de puesta en escena del político, desdeñando sus obras y responsabilidades, o quedándose sólo con la parte buena.

El hecho de que, evidentemente, también fuera impulsor de acciones positivas, que no metiese mano personalmente en la caja y que volviese a su profesión de maestro, prescindiendo de prebendas, no nos puede desviar la atención sobre que todos estos asuntos eran parte constante de su discurso sobre sí mismo. Todo ególatra tiene un relato autorreferencial. Sería por tanto necesario bajar del pedestal a Anguita, uno de tantísimos políticos mediocres surgidos en la transición, en lugar de elevarle a los altares por motivos ideológicos, de oportunidad o por seguidismo irreflexivo a mesías autonombrados.

Aquellos que hace unos días votaban a favor de llamar Julio Anguita a la estación, votaban hace años en dos ocasiones por llamarla Góngora.

Yo propongo llamarla Estación de Córdoba Góngora Julio Anguita Manolete Grupo Cántico Julio Romero de Torres. Y así nos curamos en salud. Quizá habría que meter a algún Abderramán ahora que nos vamos islamizando. Ya vemos qué Abderramán más adelante.