Ciertas personas mayores estamos a disgusto, es absurdo negarlo. Nos han ido trastocando coordenadas a un paso agigantado, unidireccional, harto enojoso para quienes de jóvenes catamos rebeldías. Cuanto sucede es fruto del cóctel entre altas finanzas globales, estadistas de pitiminí y una multitud de resentidos izquierdistas, que salen de los vertederos ávidos de chalé con piscina y billetera. Aunque vivan como burgueses no pocos de ellos, estos últimos son la parte más hortera, zafia y servil del enjuague. Tan emética como una declaración oficial del cabecilla. Quien, ejerciendo de demóstenes de mercadillo, es, cómo no, el mayordomo del mayordomo de otro mayordomo.

Así las cosas, dejando aparte a subalternos y peones, para fijarnos en la devastación principal, ¿a qué nos enfrentamos? Por comenzar, reparemos con tristeza en cuán corto lapso se ha normalizado el sórdido control sobre la prensa y los medios. Y ello por intermediación de un rumboso elenco de aprovechados, bocachanclas y plumíferos felones, tan mendaces como sectarios (siéntanse sus miembros hembras, sin duda abundantes, del todo comprendidos en el masculino gramatical). Esto, en épocas menos despóticas, no pasaba. Podía incluso surgir un periodista riojano, hoy metamorfoseado en Maneki-neko de todo a cien, que se atrevía con el GAL y el 11M. Como tampoco habían inventado esa atosigante manipulación de las redes a través de trols y granjas de bots, que menuda proeza.

Pero bastante peor, por seguir enumerando, se nos antoja la presumible dadivosidad que habrá de concurrir, para que actúen como actúan, ante determinados jueces, policías, científicos, catedráticos, intelectuales, empresarios, funcionarios y políticos de todo pelaje. Antaño el cohecho funcionaba de abajo arriba. Pero hoy el maná, como la mansa nieve, desciende de las alturas. De una superioridad que facilitará tácito estímulo, por vía ejemplarizante, respecto a la corrupción, la impunidad y el fraude.

¿Y qué decir de esa trama de vasos comunicantes con organizaciones y países enemigos de nuestra nación, para impulsar actuaciones nocivas a cambio de recompensa? Esto es tan infame como la destrucción deliberada de la justicia y la educación, con la finalidad de desmoralizar a la población y volverla cínica. Inaudita y nunca presenciada es tamaña promoción de la ignorancia, la amoralidad y el hedonismo barato, esta infantilización, esta victimización remunerada.

Desincentivar el trabajo, la creatividad, la solvencia y la ética no puede agradarnos. Ni que las autoridades metan las narices en nuestros rincones más íntimos, para tutelar la vida privada. Lo orquestan los mismos que amedrentan disidentes, insultan a librepensadores y vejan por sistema a los honrados.

También falsifican la historia y banalizan la cultura, que basta con ver la catadura del sujeto al que han encomendado el ministerio correspondiente. Son incesantes los ataques a la Iglesia Católica, la familia y la patria, como si no fuesen el edificante corolario de milenios de generosidad civilizatoria. Proclaman el descrédito de la inteligencia. Meten con calzador y sucio vicio, al modo de Sartre y su amiga pederasta --icono de las feministas desnortadas-- una sexualización de la niñez. No paran de endosarnos su cultura de la muerte, que va de la engendración a la senectud, sin hacerle ascos al logro de una letalidad estadística a lomos de la farmacología.

En fin, la retahíla de barbaridades oficiales resulta interminable. Del impulso a la inmigración ilegal a la usurpación de propiedades legales y la inseguridad ciudadana. Del arrasamiento de la agricultura a la apropiación de las aguas y la atmósfera. Del expolio de las economías privadas a las restricciones a la movilidad. Del fomento de la dependencia a la ampliación exponencial de prohibiciones. ¡Quién podía imaginarse que el progresismo fuera esto!