Hablar osado de Dios
Alguien capaz de reconocer que precisamente no tiene «una una vida ordinaria» y de definirse a sí mismo como «un cristiano de la comunidad parroquial, un pecador, pero un pecador con tesoros de gracia» no puede tener sino un hablar osado con respecto a Dios. Ese era precisamente el caso del poeta francés Charles Péguy (1873-1914).
Péguy recibió «la gracia de entrar más a fondo que ningún otro poeta cristiano en los misterios de la ternura del corazón de Dios, que es más íntimo al corazón humano que el corazón humano mismo». Fue investido por esta misma gracia «con el poder de superar toda posibilidad expresiva lograda hasta entonces por la teología y decir desde el centro del corazón paternal de Dios palabras que manifiestan la gloria de la kénosis [abajamiento]». No hay más que remitirse a las pruebas:
“Siendo Hijo de Dios, Jesús conocía todo,
y el Salvador sabía que a ese Judas a quien amaba,
no le salvaba, entregándose por entero.
Fue entonces cuando conoció el sufrimiento infinito,
cuando sintió la angustia infinita
y clamó, como un loco la espantosa angustia…
Y por la piedad del Padre tuvo su muerte humana”.
Lo radical de esta experiencia le hacía vivir con una constante preocupación por «metamorfosear el infierno». De tal manera y tan radical era para él esta preocupación que le hizo, en un primer momento, abandonar la Iglesia porque el dogma de un infierno eterno le parecía intolerable, para, en un segundo momento, volver a la Iglesia, pretendiendo que no necesitaba renegar una tilde de su propio pasado.
Es obvio que no fue ciertamente un especialista en teología, pero sí que es cierto que, contemplando pacientemente la realidad una y única, natural-sobrenatural, profundizando y comparando incansablemente sus intuiciones primeras, logró adentrarse en una de las más hondas comprensiones que se podrían tener con respecto a la virtud de la esperanza.
Para el poeta no hay lugar para las componendas. La «presciencia eterna» de Dios, así como su poder eterno, no pueden mermar o paralizar en Dios la audacia de confiarse convirtiéndola en un juego de niños: «Es audaz que Dios se confíe a la libertad de los hombres. Pero, ¿tiene sentido hablar de esperanza si lo conoce todo con antelación y es todopoderoso como para cambiarlo todo?». Intentando interpretar a Péguy, un gran teólogo llega a referir que «aquí sólo cabe hablar de la esperanza que se alberga en el corazón de Dios» (H. Urs Von Balthasar, Gloria. 3. Estilos laicales, 489).
Lo sustancial y lo osado de la experiencia de Péguy se va a expresar y retumbar en los discursos que el poeta pone en la boca del Padre de los que un autor como Romain Rolland dijo: «No conozco escritor en el mundo que haya hecho hablar a Dios de semejante modo». El calado es tal que la «noche» llega a tener también «poder sobre el corazón de Dios», como si el corazón de Dios se entregase a la ley de su «más hermosa criatura»:
«Todo está consumado. No hablemos más de esto. De este increíble descendimiento de mi Hijo en medio de los hombres. Y la que con esto han armado ya. Y alrededor de la hora nona ha hecho resonar mi Hijo ese grito que todavía no ha dejado de resonar. Los soldados han vuelto a sus cuarteles riéndose y chanceando, porque han acabado el servicio. Sólo un centurión y algún que otro soldado han quedado para custodiar aquel patíbulo sin importancia. Alguna que otra mujer, la Madre. Ya cualquiera tiene derecho a sepultar a su hijo, menos yo, Dios, que estoy maniatado por esta aventura, sin poder sepultar a mi Hijo. Fuiste tú, oh noche, que viniste».
Lo bizantino de la disquisición no implica un alejamiento de lo más genuino de la experiencia a la que es llamada la persona por parte de Dios. En la mente de Péguy está muy presente la necesidad de que los hombres aprendan la liberalidad, la gratuidad, la inutilidad del amor para corresponder «con corazón liberal» al corazón de Dios. Aquí radica la esencia del cristianismo: hacer que en el corazón del hombre «destelle un reflejo de la gratuidad de mi gracia». «Esto es lo que Dios ha querido, a saber, que su gracia eduque al hombre en la libertad, en la misma audacia y aventura que es la fibra del corazón de Dios».