Decreced y diezmaos, vaciad la tierra (II)
Si está acreditado que Bill Gates vivió obsesionado desde niño por la superpoblación, mientras veneraba a su progenitor a sabiendas de que era el primer impulsor del aborto a escala universal, no cuesta comprender que, siendo ya un potentado, se reuniera el 5 de mayo de 2009, en Manhattan, con Warren Buffett, Ted Turner, George Soros y David Rockefeller, Jr., al objeto de buscar «soluciones» al «problema» del exceso demográfico. ¿Pues no eran estos caballeros lo más de lo más, y por derecho propio dueños de la vida y la muerte colectivas? Algo inasequible a un politicastro al uso, cualquier lacayo módico a sus órdenes, de los que hay a patadas a nuestro alrededor. La nobleza de antaño acostumbraba rodearse de los mejores artistas y filósofos, intentando emularlos y aprender de ellos. Esta cruda aristocracia del dinero, tan postiza y altanera que compra gobernantes y científicos como bolsas de pipas, desdeña la cultura, el saber y el humanismo. Aunque pretende salirse con la suya. Imponer la razón de su ombligo, con adanismo feroz y el zureo del enjambre de bufones.
En 1939, Margaret Sanger, quien en sus inicios había sido financiada por la Rockefeller Foundation, escribió: «No queremos que cunda la noticia de que nuestro deseo es exterminar a la población negra.» Impactada por el libro de Lothrop Stoddard de 1920, titulado La marea creciente del color. Una amenaza contra la supremacía blanca y reseñado por su amante Havellock Ellis, la enfermera había puesto en marcha lo que denominaba «The Negro Project». Lo malo de las majaderías eugenésicas es que puede salirte el tiro por la culata. Y así fue. Occidente alcanza hoy tasas de reproducción devastadoramente negativas, en especial desde que Gregory Pincus (amigo personal de Sanger y en su día becado por la organización) inventase la píldora anticonceptiva en los años 50, desarrollando los trabajos del ingeniero químico mexicano Luis Ernesto Miramontes Cárdenas.
Patrick J. Buchanan, el escritor católico que fue candidato a la presidencia de los Estados Unidos, la bautizó con rara clarividencia como la píldora para el suicidio de nuestra civilización. Lo estamos corroborando. Pensemos a guisa de ejemplo que España, en 1950, triplicaba la población de Marruecos; y que Marruecos, hacia 2050, tendrá bastante más población que nosotros. Si miramos al África negra, la situación es, por fortuna para la continuidad de la especie humana, favorable al renuevo generacional. Se procrea. Sea por una sana implantación del cristianismo en ese continente, sea porque sus mujeres valoran la maternidad por encima de otros factores, las tasas de crecimiento demográfico son esperanzadoras y desbaratarán, si la criminalidad globalitaria no lo impide, los aciagos designios de Sanger y los suyos.
Pero vayamos a otros agoreros malthusianos. Ahí tenemos a Paul Ehrlich, el célebre biólogo –experto, ahí es nada, en mariposas-- de Stanford University. En 1968, en pleno «baby boom» y con una economía mundial boyante, él y su esposa publicaron un libro que se vendió como rosquillas, La bomba demográfica, en el que se leía: «La batalla para alimentar a la humanidad hay que darla por perdida. En la década de los 70, cientos de millones de personas morirán de inanición […] a estas alturas, nada podrá impedir que la mortandad planetaria se dispare.» Urgidos por tan estúpida histeria, el matrimonio Ehrlich indicaba que Estados Unidos debía marcar el rumbo del mundo, introduciendo drogas esterilizantes en el agua potable, imponiendo severos castigos fiscales por traer niños al mundo, multiplicando los abortos y articulando un todopoderoso Ministerio de la Población y el Medio Ambiente que «pusiera fin al constante deterioro de nuestro entorno.» Según ellos, había que evitar nacimientos a toda costa, usando la coacción más férrea, como medida desesperada para que los adultos no se murieran de hambre. ¡Una ocurrencia colosal, sin el menor fundamento, y reñida con cualquier noción básica de equilibrio intergeneracional!
Empero, sus dislates tuvieron amplio eco en medios gubernamentales, hallaron acogida en el Senado y dieron paso a un alarmismo que, de hecho, nunca se extinguió, pese a la probada falsedad de su mensaje. De ahí que Jacques Cousteau, el famoso oceanógrafo, declarase en una publicación de la ONU de 1991: «Es terrible tener que decir esto: la población mundial ha de ser estabilizada, y para lograrlo tenemos que eliminar a 350.000 personas por día.» Al menos Cousteau no especificaba que los llamados a verse aniquilados fueran niños. Por su parte Bertrand Russell, el filósofo que obtuvo el Premio Nobel y reputado eugenista, había escrito ya en 1951, en El impacto de la ciencia sobre la sociedad: «En absoluto opino que el control de la natalidad sea el único modo para evitar que la población siga creciendo […] hasta ahora las guerras no han ejercido demasiada influencia […] tal vez resultara más eficaz una guerra bacteriológica». Lo cual, decididamente, implicaba una visión más fabril de la escabechina.