El perol sideralAlfredo Martín-Górriz

La profanación constante del cementerio católico

Esas exhumaciones se institucionalizan como algo deseable, pues en teoría se resarce a unos supuestos damnificados

Ante la visión de un Pedro Sánchez en el Valle de los Caídos, disfrazado de forense y acompañado de otros ocasionales actores de C.S.I Cuelgamuros para realizar una pantomima rodeados de cráneos y huesos, alguien en las redes sociales se preguntaba que, si ahora la izquierda actuaba así, a saber lo que hizo al respecto en la guerra civil.

La respuesta está clara y enlaza plenamente con el teatro escenificado para los medios de comunicación hace unos días. Basta irse al conocido como asalto al cuartel de la montaña el 20 de julio de 1936 en Madrid. Aquella batalla no sólo constituyó la primera matanza indiscriminada de prisioneros, sino que contó con la participación del periodista y comisario político Augusto Vivero, a partir de ahí designado como director del ABC republicano. En los siguientes días decidió publicar numerosas profanaciones de tumbas. Los milicianos habían desenterrado cadáveres de monjas en diversos conventos y posaron en fotografías junto a ellos, haciendo todo tipo de gestos sacrílegos, burlándose de los esqueletos. Algunos de ellos portaban todavía sus hábitos. Esas instantáneas, por contra, se convirtieron, escándalo internacional mediante, en uno de los factores que desembocaron en la ausencia de apoyos para la República. Las izquierdas sólo obtuvieron ayuda de la URSS y Méjico. En parte por estos desmanes propios de tribus precolombinas.

La referencia a dichas tribus parte de una mención que he realizado en ocasiones sobre la izquierda como neoazteca, broma que encierra un ataque a su gusto por la necrofilia, la profanación y los sacrificios (simbólicos). Aquellos abusos del principio de la guerra entroncan con el reciente suceso en el Valle de los Caídos, las exhumaciones célebres (Franco, Queipo de Llano) o todo tipo de desenterramientos constantes, sin ir más lejos en el caso de Córdoba los que se están llevando a cabo ahora en el cementerio de La Salud. Traté ya este asunto desde otra perspectiva en el artículo titulado ‘La necrofilia como ideología’.

Esta vez me gustaría señalar el hilo conductor de todos estos actos, que no es otro que un exacerbado odio al catolicismo, tomado como fabuloso enemigo cuyo camposanto hay que profanar. Siempre encontramos a la religión como elemento que exalta esa actitud que hoy se podría tomar como malsana o procedente de una enfermedad mental, acaso colectiva.

Para sortear esos escollos, nuestros enchaquetados y encorbatados asaltantes de tumbas han encontrado dos curiosos subterfugios: la creación de un enemigo gigantesco cuya sombra se extiende a través de las décadas y la institucionalización victimista. El primero responde a las exhumaciones de los cadáveres de Franco o Queipo de Llano. Pero nos pararemos en el segundo, que es todavía más cruel y rebuscado. Además, es el que afecta a Córdoba.

Y así nos encontramos desde hace lustros con exhumaciones que se suceden unas a otras en los cementerios locales. Las investigaciones nunca cesan. Las fosas siempre están abiertas. En un mundo como el que vivimos, asaltar la tumba de alguien por ritual ideológico está mal visto, salvo en esos casos célebres ya tratados, sólo posibles por toneladas de propaganda que llegan a «psicopatizar» a amplias capas de la población, que responden obedeciendo vía pavloviana tras perder sus pilares morales.

Para ello, nuestros neoaztecas han encontrado una vía perfectamente adaptada al sentir general: el victimismo. ¿Cómo funciona? Expresado coloquialmente: si yo no puedo profanar arbitrariamente tumbas de fachas, profano las del otro lado, las que considero mías en mi mente, dejándolas abiertas.

De esta forma, esas exhumaciones se institucionalizan como algo deseable, pues en teoría se resarce a unos supuestos damnificados. Nada más lejos de la realidad, el propósito, cada vez menos disimulado, es la profanación constante del cementerio católico. Para ello se ha perfeccionado esta vía invertida. Se trata, ni más ni menos, que de una profanación vicaria diseñada para sostenerse en el tiempo. Como las tumbas profanadas son de cadáveres victimizados, consiguen que no se considere profanación. ¿Resultado? Se profana el conjunto, no sólo sin que nadie diga ni mú, sino con la aquiescencia de amplios sectores liberales o conservadores. Finalmente, como sucede en muchas ocasiones, son los que dan sello de calidad a las atrocidades y barbaridades iniciadas por los de siempre. Incluso calla parte de la Iglesia, abandonando la defensa de los difuntos que, no lo olvidemos, siguen siendo miembros de su cuerpo místico.

Y así, los cordobeses, absolutamente inermes, cuando no subyugados por completo ante el adoctrinamiento de décadas, ven impasibles cómo sus cementerios de la Salud o San Rafael se encuentran constantemente profanados. No debemos dejarnos engañar por esa taimada y maquiavélica técnica vicaria con sus arqueólogos y sus forenses de batas blancas, con sus fotos en la prensa, y sus noticias en tono celebrante. Sólo se persigue eso: la profanación, sin más, profanaciones que empezaron, por cierto, en mayo de 1931 y que continúan hoy día gracias al empleo de distintas estratagemas.

Es sencillo: la necrofilia y la profanación de espacios sagrados católicos son elemento consustancial de la izquierda española. Entonces y ahora. Grabémonoslo a fuego.