Pateos por CórdobaTeo Fernández

El Alcázar de las leyendas y Rosa Aguilar

Lo dice la vigésimo séptima ley de la física política: la rimbombancia del nombre de un plan es inversamente proporcional a las posibilidades de que se ejecute

Indiana Jones tuvo la culpa de que muchos jóvenes de aquella generación quisiéramos dedicarnos a la arqueología. Y la mayoría terminamos decepcionados.

No me entiendan mal, ya sabíamos que la realidad no iba a consistir en viajar en un avión destartalado a sitios exóticos, luchar contra los nazis, tener experiencias sobrenaturales y seducir a la guapa de la película. Ojalá (o todo lo contrario). Pero nos fascinaba dicha disciplina por su mezcla entre humanidades y tecnología, así como por enseñarnos a traducir los códigos del tiempo, a ver entre cascotes y estratos lo que el resto de los mortales no ve.

Sin embargo, según avanzábamos en la carrera de Historia del Arte, descubrimos que hay cualidades imprescindibles para la investigación arqueológica, como la paciencia y la meticulosidad, que escapan a muchos mortales. A mí el primero. Por eso terminé optando por algo más dinámico, como la divulgación. Y por eso aquí estoy, escribiendo para ustedes. No sé qué es peor.

En aquella etapa universitaria anterior a la señalada epifanía, solo llegué a realizar prácticas en una excavación. Fue en verano del 2002, con Alberto León, en el patio oriental del Alcázar de los Reyes Cristianos de Córdoba. El espacio tiene el sobrenombre de Patio de las mujeres, pero ello no se debe al hecho de que Alfonso XI y otros monarcas utilizasen el lugar como nido de amor, sino a que cuando el edificio funcionara como cárcel en tiempos más recientes (desde 1821 hasta un siglo después), esta sería la zona destinada a la féminas.

Mucho antes de utilizarse como prisión (nos remontamos a finales del siglo XV), allí se habría instalado el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. En este sentido, mi amigo Gonzalo Herreros Moya me ha recordado muchas veces que, más que llamarse Alcázar de los Reyes Cristianos, debería tener un apelativo que hiciera referencia a dicho Tribunal por una mera cuestión de tiempo de uso.

Sería Isabel la Católica, que pasó varias temporadas en Córdoba (y aquí dio a luz a su hija María en 1482), quien lo cediera a esta institución, que ella misma había impulsado, y también quien protagonizase algunos de los episodios (verídicos o no) más conocidos del lugar.

Por ejemplo, la supuesta reunión con su marido Fernando y con Cristóbal Colón para tratar el proyecto de viaje a las Indias, recreada en un grupo escultórico colocado en los jardines del complejo. Jardines que, a riesgo de provocar desilusiones, aclaro que son de mitad del siglo XX... y a punto estuvieron de no existir porque en ese lugar se pensó en hacer un campo de fútbol para el instituto Góngora.

Pero la estancia de Colón en Córdoba (y sobre esto no hay dudas) tendría, además, otro fruto: Hernando, su segundo hijo, surgido de la relación del navegante con Beatriz Enríquez de Arana. Ambos se habrían conocido al salir de una misa en la catedral, momento también inmortalizado, en este caso por Rafael Romero de Torres en un lienzo que podemos contemplar en el Museo de Bellas Artes de Córdoba.

Otra tradición destacada es la que cuenta que la reina, indignada por la cantidad de mujeres adineradas que se pasaban el día sin hacer otra cosa que merodear por los alrededores del Alcázar intentando verla, habría promulgado una ley para impedir que estas disfrutasen de bienes gananciales en caso de quedar viudas: La Ley de las holgazanas.

La ley, efectivamente, existió y estuvo vigente hasta el siglo XIX. Pero siempre he supuesto que este origen de la misma era un «chascarrillo», al estilo de aquello de que la propia Isabel mandó desmontar la noria de la albolafia porque le molestaba el ruido que hacía. Ángel María Ruiz Gálvez (otro amigo historiador) me confirmaba que no solo nunca ha habido constancia de que los Reyes Católicos tuviesen relación con el origen de esta ley, sino que hace poco se encontró documentación en el Archivo Histórico Provincial de Córdoba que la sitúan en una fecha anterior a estos monarcas.

El patinazo de la Ley de las holgazanas como hecho isabelino está presente incluso en guías de la Delegación de Casco Histórico del Ayuntamiento de Córdoba. Pero lo de las guías de patrimonio pagadas por el contribuyente ya hablaré en otro artículo. O dos. Lo que nos interesa es que, como se puede comprobar, el Alcázar de Córdoba es uno de esos enclaves en los que resulta difícil distinguir la realidad de la leyenda.

Hay un par de relatos, aunque con poca miga, sobre fantasmas. Además, están aquel del platanero que habría plantado Julio César o el que relaciona el edificio con los orígenes de Córdoba. Según este último, 'in illo tempore' la zona era muy agreste, y, cazando, un antiguo rey había perdido allí su halcón favorito entre la maleza. Para encontrarlo, mandó talar el bosque, hallando imponentes restos de un antiguo edificio que ordenó reconstruir tal y como debía haber sido tiempo atrás. En torno a dicha reconstrucción habría surgido y crecido la ciudad. Intuyo que este pequeño apólogo hace referencia a los restos romanos sobre los que se encuentra el alcázar, aunque situándolos en un tiempo mítico.

Volviendo a mis experiencias en el lugar, en la última década he ido a diversos actos, entre los que estuvo, a finales de 2014, la presentación de un plan... no recuerdo si era el de Excelencia Turística o el de Grandes Ciudades. O ambos. En todo caso, uno asiste a estos saraos por dos motivos. Primero, por cultivar las relaciones públicas. Segundo, para saber qué cosas no se van a hacer. Lo dice la vigésimo séptima ley de la física política: la rimbombancia del nombre de un plan es inversamente proporcional a las posibilidades de que se ejecute. Efectivamente, no se llevó a cabo ni un solo de los proyectos presentados.

El acto tuvo lugar en el Salón de los Mosaicos, antigua capilla de la Inquisición que en su momento acogía otro cuadro que podemos disfrutar en el Museo de Bellas Artes: el 'Calvario de la Inquisición' de Antonio del Castillo. Un salón, por cierto, cuyos mosaicos se hallaron en la plaza de la Corredera, y donde unos años antes de lo del plan no ejecutado yo había forjado mi propia y personal leyenda del alcázar en otro evento:

Fue en la boda de Jara, mi mejor amiga de la carrera (de cuando todavía quería ser arqueólogo). Ella me pidió que leyese algo en la ceremonia, que iba a ser oficiada por la entonces alcaldesa, Rosa Aguilar. Me dediqué a llamar a todos los amigos de los novios para componer un repaso a sus vidas con cierto tono de humor. Como durante años le había dicho a Jara que tenía que presentarme a sus primas (y ella no quería), incluí en el texto «ha llegado el día en el que al fin voy a conocer a vuestras primas». Este detalle, al igual que varios de los episodios recordados en la lectura, provocó risas entre los oyentes, resultando mi intervención (modestia aparte) todo un éxito.

Horas después, tras la cena, Carlos, el novio (flamante marido), que siempre ha tenido un fino e irónico humor, bromeó diciéndome «gracias por quitarme el protagonismo el día de mi boda». Y es que, sin pretenderlo, incluso había robado las últimas palabras de la ceremonia. Pues Rosa Aguilar la cerró con un «Carlos y Jara, que seáis muy felices», a lo que añadió, girando la cabeza hacia mí: «Teo, que te vaya bien la noche».

No me dirán que no es de leyenda.