La aceraAntonio Cañadillas Muñoz

El camino

Actualizada 05:00

Un día más salgo a la calle. El acerado me espera. No se por qué, pero algo me ha empujado a cambiar de ropa y me puse mucho más cómodo, aunque cogí un cabezal de verano. Y comencé a andar. Al llegar al extremo de la ciudad, donde el adoquín, el cemento y el asfalto se funden con la verde naturaleza, decidí cambiar de ruta. Quería huir de los propios riesgos de la calle, de largas avenidas y viales, del ruido de vehículos y humos contaminantes, del calor sofocante que el suelo y los aires acondicionados desprenden.

El cuerpo me pedía adentrarme en la soledad, el silencio meditador, y compartir el canto de los pájaros y el ruido de las pocas fuentes naturales que quedan, del olor a matagallos, a jara blanca, a retama, a esparraguera, a lentisco, a coscoja, a encina, algarrobo y acebuche; y cogí un camino cercano.

Durante el primer recorrido fui solo, a paso lento y respirando un extraordinario ambiente diferente. Disfrutaba de la naturaleza. Al llegar a un cruce de senderos me encontré con alguien que sería mi acompañante el resto de la andadura. Era un hombre que vestía vaqueros ajustados con esos rotos y deshilachados de época y una camisa blanca de la talla XXL, suelta y holgada, que le llegaba hasta la mitad del fémur. Con barba, sandalias, una larga coleta y una sonrisa cautivadora. Me saludó y me dijo «¿Le importaría que hiciéramos el camino juntos?»...Y le contesté que sin problema alguno, que sería una satisfacción ir acompañado ya que no conocía bien la ruta.

Tengo que confesar que al principio me puse bastante nervioso porque lo que creía iba a ser un caminar silencioso y relajante, se iniciaba con un no parar de decir cosas extrañas para mi, o por lo menos no apropiadas para el momento, ya que esperaba que nuestra conversación estuviera basada en el propio ambiente que estábamos recorriendo y disfrutando. Pero esa sensación desapareció pronto ya que tenía una especial forma de comunicarse y poco habitual, además de seductora.

Y llevado por sus iniciativas hablamos de valores, ver las cosas buenas de los sueños, de abrir el corazón, de tender la mano, de la montaña rusa de la vida, de sembrar, de perdonar, de autosuficiencia, de la razón o no, de huir hacia delante, del egoísmo, de las personas necesitadas y del sufrimiento de éstas, de apariencia, de caretas, de vida oscura, de puertas abiertas y cerradas. La verdad es que, a pesar de sus lindas palabras, ya me estaba agobiando y me planteé despedirme y volver al acerado y dejar el camino de tierra húmeda por la sombría que la cubría. Respiré hondo, miré sus ojos y, me sonrió. Y solté un ¡Uffffff, qué coñazo!. Pero él me dijo ¡Venga, vamos a seguir el camino!. Y me convenció. Y seguimos. Pero le dije «¿Y por qué no hablamos del Madrid que ganó un difícil partido y pasó a la final de la Champions?». Me contestó que de eso siempre podría hablar con mis amigos. Y me dije ¡Vaya tela!.

Después de dos horas caminando, todavía me acuerdo de todo lo que seguimos hablando. Bueno de lo que él hablaba, porque a mi no me dejaba abrir la boca con sus locuciones continuas. Y siguió con el amor del padre, lo que se puede pensar y lo que se debe decir, cómo debo decirlo, lo que se debe callar, cómo se debe actuar, de las almas, de la santificación, de la agudeza de entender, de la capacidad de retener, de la sutileza de interpretar, de la gracia y eficacia de hablar, del acierto a empezar, del progresar y de la perfección de acabar. Me estaba volviendo loco. No entendía absolutamente nada.

El camino se complicó definitivamente cuando me dijo que me sondeaba y me conocía, cuando me sentaba y me levantaba, que debíamos ser buenos y comprensivos unos con otros, que si alguien se cree algo no siendo nada se engaña a sí mismo, que veláramos y oremos para no caer en la tentación porque la carne es débil, de perdonar, de las dudas del hombre de poca fe, de cuidar a los suyos, de perder la vida para rescatar a muchos… En ese momento me paré. Lo miré y le dije… ¿Pero tú de qué vas?. Aproveché la presencia de una fuente natural cercana y bebí un poco de agua para que el nudo que tenía en la garganta se me pasara y…. Me dijo ¡Sigamos!. Y comencé a sudar a la vez que mis ojos se humedecían. ¿Pero qué hice yo para esto Señor?, me dije.

Me echó la mano por encima y me animó a seguir por el camino con una sonrisa. Me encogí de hombros y con una ligera inclinación de la cabeza seguimos andando. Pero mi mente ya tenía el plan perfecto. Al llegar a una redonda, a unos 10 minutos de camino, cogería el bus y me despediría. Cosa que no le dije por cierto.

Y volvió con el tema. Si no tengo amor no soy nada. El amor es paciente, el amor es servicial y no tiene envidia, el amor no presume ni se engríe; el amor no es maleducado ni egoísta; el amor no se irrita; ni lleva cuentas del mal; el amor no se alegra con las injusticias, sino que goza con la verdad. El amor disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no pasa nunca… Mientras me hablaba veía cómo la glorieta donde se fundían el camino terrizo con la alquitranada carretera se acercaba cada vez mas, ya estaba a mi vista… pero me volvió a poner la mano en el hombro y me dijo con un movimiento de la cabeza que no, a la vez que me invitaba a cambiar de senda y coger una mas corta que nos llevaba a un lugar donde se escuchaban voces de gente lejana.

Al acercarnos hasta allí conocí a un amigo de hace muchos años, Antonio, que conversaba con uno de los grupos de personas allí congregadas. Tras saludarlo le pregunté ¿Qué hacéis por aquí? Y me contestó que eran personas de Emaús y que estarían el fin de semana reunidos para conseguir la Paz interior. Que eran caminantes y que estos días tendrían la oportunidad de escuchar, compartir y meditar muchas cuestiones. Y me invitó a quedarme con ellos, Y me quedé, porque me había comentado alguien días pasados que necesitaba conseguir mi paz interior, y aparte de por mi, lo haría por esa persona.

Lo curioso fue cuando quise despedirme de mi acompañante del camino que tanto me había hablado y aconsejado durante el largo recorrido de este día. Al volverme vi que no estaba, que había desparecido. Con cara de extrañeza y ojos sorprendidos le pregunte a mi amigo Antonio ¿Dónde está?... Y me contestó… ¿Quién?. Miré para atrás y cogiendo el máximo aire posible en mis pulmones y dando una voz fuerte que hacía retumbar mis oídos, pregunte al viento…¿Pero quien eres?. Mi sorpresa fue cuando entre los frondosos pinares del paisaje, junto a una curva, me contestó una voz clara, dulce y seca que dijo «Soy Jesús». Entonces mis lágrimas fluyeron de alegría y sorpresa a la vez que mi amigo me echaba la mano en el hombro y me invitaba a seguirle.

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