La verónicaAdolfo Ariza

Una figura que se agiganta

El próximo miércoles, 29 de mayo, conmemora la Liturgia de la Iglesia a San Pablo VI (26 de septiembre de 1987- 6 de agosto de 1978). Se celebra en este día su festividad – y no como es habitual en el día de su fallecimiento que tuvo lugar el 6 de agosto – porque es el aniversario de su Ordenación Sacerdotal.

Al Papa que recibió el testigo del Concilio Vaticano II tras el fallecimiento de San Juan XXIII le tocó dirigir una de las épocas más difíciles de la historia del cristianismo; vio cómo se concentraban en él las iras injustas e injustificadas de los potentes extremos eclesiales – no han sido pocos los que a lo largo de la historia han hablado del martirio de Pablo VI - y supo mantener la serenidad capaz de llevar a buen término un Concilio que a otros se les hubiera escapado de las manos. Luego el paso del tiempo y una mirada ponderada hacen que su figura se agigante. Precisamente el filósofo francés J. Guitton, gran amigo de San Pablo VI como demuestran sus publicados diálogos – aplicaba al Papa un pensamiento de Paul Valery: «Los hombres verdaderamente grandes están muy cerca de los otros por la misma simplicidad y la misma facilidad que los aleja por otra parte al infinito, ya que las conservan en sus relaciones con las cosas profundas y difíciles, en las que vuelvan su intimidad, y son con ellas como son con todo el mundo, familiares, delicados y veraces».

La encíclica Ecclesiam suam, primera de San Pablo VI, publicada el 6 de agosto de 1964, es para muchos la clave de interpretación de los documentos del Concilio Vaticano II así como su arquitectura. A esta encíclica se podrían añadir la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975) considerada también uno de los grandes hitos de su pontificado (además de ser el primer documento en su género literario eclesial como documento confeccionado por un Papa recogiendo las discusiones de un Sínodo) y la encíclica Humanae vitae (25 de julio de 1968) que para muchos divide en dos la trayectoria del pontificado y cuya recepción variada causaría un gran impacto en el ánimo de San Pablo VI. Precisamente al respecto de Humanae vitae se preguntaba el periodista italiano Enzo Giammancheri: «¿Quién leyó más a fondo los signos de los tiempos, el Papa que desafiaba la impopularidad, o muchos teólogos que escribían en términos líricos sobre la sexualidad como lenguaje o como hecho político?».

Pero volviendo a Ecclesiam suam se puede decir que la categoría «diálogo» – «diálogo con el mundo moderno en todas sus formas de expresión» - fue uno de los propósitos más característicos del pontificado de San Pablo VI. Un dialogo que tiene como iniciador al Dios de la Revelación no como «un ser del que se habla en tercera persona, sino un Yo que se dirige a un tú». Es el largo y variado diálogo que nace de Dios y teje con el hombre una admirable y múltiple conversación; «el niño es invitado a él y el místico en él se sacia».

En esta clave de diálogo ha de subrayarse, por un lado, con J. Lacroix que no es la persona quien hace el diálogo, sino que es el diálogo el que hace a la persona y, por otro lado, con M. Nédoncelle que por medio del diálogo, dos interioridades renuncian a su aislamiento y oposición mutua para encontrarse: manifestándose la una a la otra, cada una de ellas se descubre a sí misma. Salta a la vista desde la comprensión de San Pablo VII que en la forma de relación que llamamos diálogo, como hace notar en Ecclesiam suam, se «manifiesta por parte del que la entabla un propósito corrección, de estima, de simpatía y de bondad».

La actualidad de esta comprensión del diálogo tal y como es explicitado por Ecclesiam suam nos recuerda que no hay diálogo sin ofrecimiento de sí mismo. De ahí que el diálogo perfecto tenga lugar cuando el que habla, escucha tan atentamente cuando habla que dispone a la confianza al que debe dar una respuesta; y, recíprocamente, cuando el que escucha, manifiesta una atención y simpatía tal que dispone al que habla a dejar de hablar para escuchar al otro. Sólo es posible un diálogo tal, cuando consiente de antemano en ser modificado, corregido, interrumpido o reanudado; cuando las pasiones, especialmente el interés y la voluntad de sobreponerse, están dominadas; cuando, por último, ambos entran con magnanimidad en los caminos de la verdad ofrecida y reconocida. Frente a esta realidad del diálogo, la mayor tentación es el monólogo con el que se quiere dominar al otro, o el rechazar todo diálogo para eliminar al otro.

Para San Pablo VI era especialmente necesario que «tengamos siempre presente esta inefable y dialogal relación […] para comprender qué relación debamos nosotros, esto es, la Iglesia, tratar de establecer y de promover con la humanidad». En este quehacer será la Iglesia - la fidelidad no debe ser perezosa y estéril conservación - la que tenga que «acercarse lo más posible a la experiencia y a la comprensión del mundo contemporáneo»; mas, por otro lado, no puede dejar de «precaverse del peligro de un relativismo que llegue a afectar su fidelidad dogmática y moral» ni la solicitud por el diálogo «debe traducirse en una atenuación o disminución de la verdad», ya que «el irenismo y el sincretismo son, en el fondo, formas de escepticismo respecto a la fuerza y al contenido de la palabra de Dios que queremos predicar».