La verónicaAdolfo Ariza

Don Gaspar

Actualizada 05:00

Puede que un pasaje de la Carta a los Hebreos ofrezca la mejor síntesis ante lo vivido por los sacerdotes de Córdoba con motivo del fallecimiento del que ha sido y será –como se podía leer en las redes sociales de muchos de los sacerdotes de la Diócesis de Córdoba – «alma de la Diócesis»: «Acordaos de vuestros guías, que os anunciaron la palabra de Dios; fijaos en el desenlace de su vida e imitad su fe» (Hb 13, 7). Hablar, reflexionar o intentar levantar acta sobre la trascendencia de la figura de don Gaspar tal vez sea precipitado en este momento. Pero, también y al mismo tiempo, saltan a la vista algunos datos en torno a su legado que ya desde este momento merece la pena reseñar.

Los años posteriores al Concilio Vaticano II, así como la recepción del mismo, huelga decir que en no pocas cuestiones estuvieron cargados de confusión y de un «revisionismo» ajeno a la Tradición de la Iglesia. Se puede decir que en bastantes cuestiones parecía como si se tuviese que redefinir la identidad de las mismas. De este modo se ponía en duda, por ejemplo, la identidad del sacerdote diocesano secular o se preguntaba, con cierta ironía, si se podía hablar de una espiritualidad del sacerdote diocesano. Es cierto que en medio de esta convulsión el pontificado de San Juan Pablo II, con orientaciones como las ofrecidas en su exhortación pastoral Pastores dabo vobis, ayudó a clarificar, a poner luz y a mostrar que no tenía que ser inventada la identidad del sacerdote diocesano secular así como su misma espiritualidad. En la persona y enseñanza de Don Gaspar siempre estuvo clara esa identidad. Su magisterio siempre en comunión con la Tradición de la Iglesia, cuando pocos eran capaces de enseñar con tino, fue capaz de mostrar, desde el primer momento, que en la vida sacerdotal no puede existir disonancia entre caridad pastoral y santidad personal – lo cual cura de activismos irreflexivos e irresponsables – así como no hay verdadera vinculación personal a Cristo si esta no va acompañada de una vida interior adecuada y una vida de fraternidad sacerdotal real – lo cual cura de peligrosos individualismos y de lacerantes desfondamientos -.

Cuando el concepto «Dirección espiritual» estaba no solo en desuso sino que producía cierto rubor pronunciarlo porque todo era la «asamblea» y el «grupo», don Gaspar siguió siempre empleando el término y no solo eso sino que además con su dedicación se convirtió en ese bálsamo por el que encontrar luz y comprensión, por ejemplo, en la dura prueba de la vida sacerdotal de experimentar el fracaso de que la realidad que uno empieza a vivir en su ministerio no coincide del todo con los deseos que uno ha ido cultivando a lo largo de su formación en el seminario o un ejemplo palpable de que la entrega plena al ministerio es el mejor antídoto frente al cansancio, el hastío o el decaimiento físico y espiritual.

Hace ya unos años leía una reflexión de Enzo Bianchi en la que aseveraba: «Por desgracia, faltan hombres espirituales, y no se inventan de un momento a otro ni maestros espirituales, ni maestros de oración». Creo que todo el que ha conocido y ha tratado a don Gaspar ha podido conocer la belleza de lo que en sí es la más verdadera paternidad espiritual así como el mejor uso del don del discernimiento. Ese mismo don, el del discernimiento, que el Papa Francisco ha definido como necesario también «para estar dispuestos a reconocer los tiempos de Dios y de su gracia, para no desperdiciar las inspiraciones del Señor, para no dejar pasar su invitación a crecer» (Gaudete et Exsultate 169).

Finalmente reseñar una última cuestión. En unos años en los que pareciera no existir la identidad de la oración cristiana - ¡Qué trascendencia la del legado espiritual de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola! – en pro de «orientalismos esnobistas» o «activismos desnortados» – en el magisterio de don Gaspar siempre estuvo claro y fue real lo que San Juan Pablo II proponía como gran reto para la Iglesia del siglo XXI: «Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral […] Se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida» (Novo Millennio Ineunte 34). O lo que con verdadero tino denunciaba en Redemptoris Missio: «Nuestro tiempo es dramático y al mismo tiempo fascinador. Mientras por un lado los hombres dan la impresión de ir detrás de la prosperidad material y de sumergirse cada vez más en el materialismo consumístico, por otro manifiestan la angustiosa búsqueda del sentido, la necesidad de interioridad, el deseo de aprender nuevas formas y modos de concentración y de oración. No sólo en las culturas impregnadas de religiosidad, sino también en las sociedades secularizadas, se busca la dimensión espiritual de la vida como antídoto a la deshumanización. Este fenómeno así llamado del retorno religioso no carece de ambigüedad, pero también encierra una invitación. La Iglesia tiene un inmenso patrimonio espiritual para ofrecer a la humanidad: en Cristo, que se proclama ‘el camino, la verdad y la vida’ (Jn 14, 6). Es la vía cristiana para el encuentro con Dios, para la oración, la ascesis, el descubrimiento del sentido de la vida. También este es un areópago que hay que evangelizar» (Redemptoris Missio 38).

-¡Gracias Don Gaspar! A usted sí que se le puede aplicar la expresión que providencialmente leía hace unos días de San Carlos Borromeo: «El clero de España es el nervio de la Cristiandad».

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