El refugio anti-árbol
De la misma forma que el jefe galo Abraracurcix temía una sola cosa, que el cielo se desplomase sobre su cabeza, el cordobés se siente acongojado en cuanto sale del portal de su casa por si se le cae un árbol en mitad del colodrillo, que es también una palabra muy de tebeo, pero esta vez de Mortadelo. ¿Son los almezos de porexpán? ¿Los plátanos de sombra de atrezzo? ¿Las falsas acacias de plástico? ¿Las moreras de polietileno? ¿Por qué cada vez que se levanta aire empiezan los árboles a venirse abajo como fichas de dominó? Uno se chupa el dedo para ver de qué lugar sopla el viento y corre el riesgo de que una jacaranda se le precipite encima al sentirse señalada.
El martes cayó un chaparrón y la tormenta dejó un paisaje de árboles derribados. En meses anteriores el viento tiró en diversas jornadas ejemplares enormes de todo tipo. Tiene en Córdoba la brisa más peligro que el equipo de jardineros de infraestructuras cuando les encargan las talas. Desde la ventana de mi casa se observa una enorme palmera cuyo tronco se va adelgazando hasta la copa. Al final es finísimo. Cada vez que hay corriente miro estremecido para comprobar que sigue ahí. ¿Qué les ocurre a los árboles cordobeses? ¿Por qué se caen en cuanto hay una ventolera? Unos quedan arrancados de cuajo, a otros se les parte el tronco por la mitad, al resto se le rompen las ramas. ¿Esto sucede en otras ciudades? Quien a buen árbol cordobés se arrima no puede asegurar a ciencia cierta que buena sombra le cobijará, pues podría tornarse aplastamiento en un instante. Darse una vuelta por la calle es ahora un extraño e inesperado deporte de riesgo. Lo último que uno puede ver es un ciprés, un cinamomo o un cedro del Himalaya cuya copa se nos acerca vertiginosamente a la cara al simbólico grito de árbol va.
Realizo estas reflexiones completamente aterrorizado en la acera, separándome al andar hasta de los naranjos, en un zigzagueo absurdo que trata de tomar una distancia de seguridad con respecto a cada tronco, pues todo paseo es ya una aventura y volver a casa podría ser imposible si se combinan la ventisca y un chopo. Esos pensamientos se topan con otros al ver el olmo que trasplantaron del Marrubial a los jardines conocidos como Los Teletubbies.
En junio del 2019 escribí en un periódico acerca de la posibilidad de que las obras del Marrubial se llevasen por delante a este ejemplar que aparecía en catálogos de árboles singulares. Al día siguiente iba a desayunar a una cafetería y me encontré a un grupo de personas encadenadas al viejo olmo. Incluso con concejal incorporado, uno que tuvo que dimitir porque se llevó el dinero que salió de un cajero, negándose a dárselo a la dueña que deambulaba por allí y se había despistado, insólito caso de comedia nunca bien aclarado. Contrasta la situación con la que sufrirá la higuera de un local cercano al que han derribado la tapia. Paradójicamente, el retraso de lustros en las obras del Marrubial permitió su crecimiento. Las mismas obras serán ahora su tumba. En los árboles también hay clases. Nadie se encadenará a su tronco. Ahora le están saliendo los higos. ¿Llegará a las brevas?
No hay que apenarse. Lo más probable es que el siguiente vendaval la destrozase. En Córdoba ya no llueven chuzos de punta, sino árboles de raíz. La vida del transeúnte es una amenaza constante en esta ciudad. Hay que llevar ya casco hasta para ir al Mercadona. Un poco de agua y viento convierten a la mimosa, el peral o la robinia en bombas letales. El refugio anti-árbol, un tipo de mobiliario urbano por venir.