El mismo San Pablo, en su Carta a los Filipenses, ya advertía que el criterio de la autenticidad de la belleza no es sólo estético sino que está en «todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito» (Flp 4, 8). De ahí que contemplar la belleza provoque en el hombre sentimientos de alegría, placer, ternura, plenitud y sentido, abriéndolo así a una realidad a la que en principio sólo se la puede catalogar con el calificativo de «trascendente». El Catecismo de la Iglesia Católica lo expresa así: «La práctica de la belleza va acompañada de un placer espiritual gratuito y de belleza moral. De igual modo, la verdad entraña el gozo y el esplendor de la belleza espiritual. La verdad es bella por sí misma» (CCE 2500)

Este cúmulo de sensaciones fruto de la contemplación es el que pude llevarme el pasado jueves, cuando acompañado de un grupo de alumnos, visité el taller del escultor cordobés José Manuel Belmonte. Contando, es cierto, con la explicación del artista uno descubre que la verdad de la palabra - expresión racional del conocimiento de la realidad creada e increada – es necesaria para el hombre pero que al mismo tiempo esta está necesitada de otras formas de expresión humana, complementarias, sobre todo cuando se trata de evocar lo que ella entraña de indecible, las profundidades del corazón humano, las elevaciones del alma en las que la belleza es prácticamente el único lenguaje posible para lo inefable.

De una forma especial, el encuentro con la «alada» obra belmontina me ha ayudado a redescubrir con una mayor intensidad que si bien tenemos conciencia de que hay actos que son preponderantemente espirituales y otros en los que predomina el aspecto corporal, sin embargo no nos es dado experimentar unos actos como puramente espirituales o como solamente corporales. De hecho, el conocimiento – el acto espiritual por excelencia – no se da «sin una conversión al fantasma», o sea, sin un comenzar por los sentidos, y de otro lado, el sentimiento humano no se identifica con el sentir animal, precisamente por su referencia a la interioridad del sujeto. Los cuerpos que quieren volar tallados por Belmonte transparentan en realidad un alma que trasciende el mundo material y, por ello, no sólo se sabe en el mundo, sino también frente al mundo; un alma que trasciende el tiempo, no sólo porque vive el tiempo con la cualidad de la historia, sino por la aspiración humana de superar todo tiempo y toda caducidad; y, finalmente, un alma que vive en el deseo de trascender la muerte, ya que ella no puede ser el final definitivo del hombre.

Pero todavía quisiera reseñar algo de la obra de Belmonte que creo tiene una fuerza cautivadora especial. El retrato que Belmonte hace de la ancianidad, de la decrepitud, de la finitud de la persona hace resonar en el alma el eco de una humanidad en cuyos oídos pareciera resonar constantemente: -«Vulneraste mi corazón, hermana mía, esposa mía, has herido mi corazón» (Cantar de los Cantares). Es obvio que no soy nadie para intentar describir lo que ronda por la mente del artista. Pero tal cual contemplaba una serie de esculturas en las que se reflejan los elementos propios de la senectud venía a mi mente el pensamiento del Ratzinger teólogo: «Una visión del mundo que no pueda dar sentido al dolor y hacerlo precioso no sirve para nada. Fracasa precisamente donde desaparece la cuestión decisiva de la existencia. Los que sobre el dolor sólo dicen que hay que combatirlo, nos engañan. Es verdad que hay que hacer de todo para aliviar el dolor de tantos inocentes y para limitar el sufrimiento. Pero no existe una vida humana sin dolor, y quien no es capaz de aceptar el dolor, se sustrae a la purificación que nos hace llegar a ser maduros».

En resumen, el pasado jueves volví, de la mano de José Manuel Belmonte, al más destilado principio de lo estético: «Una relación tal entre lo que es inimaginable por mí y la plausibilidad más eficaz para mí, se da sólo en el reino de la belleza gratuita» (Hans Urs von Balthasar, Sólo el amor es digno de fe, 52).