Tiempo de exámenes
En estos días, nuestros bachilleres se han examinado de la EBAU y han experimentado esa angustia y esa soledad que produce salir del propio entorno y encontrarse solos ante un examen en el que, de un modo u otro, se juegan parte de su futuro.
La EBAU, tan discutida como desigual ( por mor, entre otras miserias, de la cesión de competencias educativas a las comunidades autónomas ) siempre me ha parecido un examen bastante peregrino y atípico. Una muestra: en la última convocatoria, casi un 98 % de los alumnos de Córdoba han aprobado. Lo celebro muy sinceramente y aunque las razones de ese éxito sean muy variadas, es muy sorprendente una prueba donde el aprobado es, año tras año, casi general.
Durante estos meses de atrás, alumnos y profesores se habrán afanado en preparar la EBAU en una esforzada labor dirigida, según me malicio, no sólo a saber el contenido del programa académico, sino, muy especialmente, a conocer la técnica, táctica y estrategias para alcanzar el fin perseguido. Creo que más que estudiar para alcanzar el saber en sentido propio, se ha estudiado para aprobar, para conseguir la nota deseada lo cual, aunque parezca paradójico, no siempre es lo mismo.
El dato objetivo antes apuntado ( aprobados cercanos al 100%) debería llevarnos a alcanzar una conclusión que, en principio, habría de ser irrefutable: tenemos una generación de bachilleres cultísima, con saberes extensos en todas las materias, con capacidad de síntesis y con la encomiable habilidad de relacionar entre sí las diversas disciplinas.
Pero, sin embargo, la realidad es tozuda y como todo lo evidente no necesita explicación: basta con que el lector mire a su entono y alcance su propia conclusión sobre el nivel cultural de nuestros jóvenes.
No nos engañemos: nuestros jóvenes habrán hecho sus exámenes y, una vez constatado el aprobado, vomitarán sus conocimientos y, muy probablemente, habrán olvidado gran parte de ellos cuando muera el verano.
No hay que escandalizarse de lo anterior y, por supuesto, no es culpa de los estudiantes ni de los profesores. Antes al contrario: que ocurra lo señalado es muy razonable en un sistema en el que se busca, por encima de que el alumno aprenda y se apasione por el saber, que apruebe sus exámenes y vaya pasando de curso. Los Colegios e Institutos, el profesorado, y hasta los políticos, necesitan un alto índice de aprobados para que su buena labor sea confirmada con resultados tangibles. Pero tengo la impresión de que no es lo mismo aprobar que saber. Y aún más: me temo mucho que la cultura y la solvencia intelectual sólo se alcanzan si la labor de estudio es gozosa y constante, enfocada a formarse como ser humano y a ser cada día más útil a la sociedad.
Y entonces caigo en la cuenta que no hay ningún plan de estudios que prevea y ejecute una disciplina que tenga por objetivo inocular la pasión por el saber, por el sentido crítico, por el deseo de inter relacionar conocimiento, por el afán de ser, antes que por el afán de tener. En ocasiones se atiborra al alumno de tal cantidad conocimientos, en ciertos casos inservibles o baladíes, que les crea un insoportable empacho de saberes mal asimilados; se les somete, muchas veces durante el curso, a exámenes infumables, que exigen niveles de conocimiento excesivos en cuestiones accesorias y meramente anecdóticas; y, corolario de lo anterior, se les produce una lógica aversión al estudio, de suerte que cuando superan los exámenes reniegan de todo lo que huela a estudio, libros y saberes. Ya lo decía Descartes : “ Hay que aprender menos y contemplar más “