Papá, mamá y el juicio: Los menores en los procedimientos de familia
La protección de los menores en los procedimientos de familia no es solo una cuestión legal, sino una responsabilidad moral que afecta profundamente sus vidas
Hoy me dejo de chanzas e ironía porque les quiero hablar de un tema demasiado serio como para estar bromeando: la protección de los menores en los procedimientos de familia. Cuando decidí especializarme en derecho de familia, lo hice movido por una pasión inquebrantable por resolver los dramas que se esconden tras las puertas de nuestros hogares. Porque, admitámoslo, no hay telenovela que supere el espectáculo de una disputa familiar. Pero, por desgracia, la realidad es mucho más seria cuando se trata de proteger a los más vulnerables: los menores.
Imaginen la escena: una madre o un padre, con ojos llenos de angustia, y la primera frase que pronuncian es «ayúdame a proteger a mis hijos» o «haz que vuelva a ver a mis hijos». Ahí es cuando las cosas se ponen serias y uno tiene que poner cara de póker, dejar la ironía a un lado y recordar el mantra del derecho de familia: el interés superior del menor es la prioridad. Punto. Fin de la discusión.
Claro, es muy fácil repetir esto como un loro en cada juzgado, pero aplicarlo en la vida real es otra historia. Significa que las peleas entre papá y mamá sobre quién es mejor en matemáticas o quién hace las mejores tortillas deben quedar relegadas a un segundo plano. El niño no debería ser el árbitro de estas disputas.
Es casi cómico pensar que un niño de seis años puede entender por qué mamá y papá no se hablan, o por qué tiene que equilibrar su afecto como si fuera un malabarista profesional. Nuestro sistema judicial, con todas sus imperfecciones, intenta proteger al menor de estas situaciones. Por eso, en España, la Ley de Protección del Menor establece que su bienestar debe ser considerado prioritario en cualquier decisión que le afecte. Pero claro, poner esto en práctica requiere más que buenas intenciones y leyes bonitas.
En el campo del derecho de familia, no sólo manejamos leyes, sino también emociones desbordadas, expectativas poco realistas y, a veces, el simple deseo de uno de los padres de fastidiar al otro.
La resolución de mutuo acuerdo es casi siempre la opción más adecuada. Es la vía que causa menos daño emocional a los menores y permite a los padres mantener, al menos, una apariencia de civilidad. Nada se compara a la satisfacción de escuchar «me voy más tranquilo» después de una consulta. Eso no tiene precio. Es la señal de que hemos logrado calmar las aguas y, sobre todo, que los padres empiezan a entender que sus hijos deben ser la prioridad absoluta. No hay nada más gratificante que saber que un niño no tendrá que ser el intermediario en una guerra que no pidió librar.
Pero, ¿qué pasa cuando el acuerdo es realmente imposible? Cuando la cordialidad se va por la ventana y lo único que queda es una batalla campal, los padres deben estar a la altura de las circunstancias. Es en estos momentos cuando la madurez y la sensatez deben prevalecer. Si los padres comprendieran que cada pelea, cada palabra venenosa, cada acusación falsa y cada gesto hostil es una herida emocional para sus hijos, quizás las cosas serían diferentes. Pero, por desgracia, el sentido común es el menos común de los sentidos.
Uno de los aspectos más deplorables y trágicos en los procedimientos de familia es el uso de acusaciones gravísimas y falsas con el único objetivo de hundir al otro progenitor. Estas tácticas no solo dañan la reputación del acusado, sino que también infligen un daño emocional incalculable a los menores. La violencia vicaria, donde los hijos se utilizan como instrumentos para infligir dolor al ex cónyuge, es una forma de abuso emocional que debe ser condenada sin reservas. Los tribunales deben estar atentos a estas maniobras y priorizar siempre el bienestar del niño, evitando que se conviertan en víctimas de la venganza de sus padres.
La ironía radica en que, aunque el sistema legal está diseñado para proteger a los menores, muchas veces son los adultos los que necesitan un curso intensivo de empatía y sensatez. En este sentido, la legislación española ha avanzado bastante. El Código Civil y la Ley de Enjuiciamiento Civil establecen mecanismos claros para la protección de los menores, incluyendo la figura del coordinador de parentalidad en los casos más conflictivos. Pero, como con todas las leyes, su efectividad depende de cómo se apliquen en la vida real y del compromiso de todos los profesionales involucrados.
Los procedimientos de familia deben centrarse innegablemente en el interés superior del menor. No es solo una obligación legal, sino una responsabilidad moral. Cada caso que manejamos puede tener un impacto profundo en la vida de un niño. Y aunque las disputas familiares pueden tener su toque de telenovela, debemos recordar que para los menores, no hay pausa comercial. Su bienestar está en juego, y esa es una trama que no podemos permitir que se complique.
No debemos olvidar que los hijos no son armas arrojadizas en una guerra personal. Utilizarlos como tales es una irresponsabilidad que deja cicatrices profundas y duraderas. Los menores merecen crecer en un ambiente de amor y respeto, libre de las tensiones y rencores de sus padres.