Pateos por CórdobaTeo Fernández

Verano, cine y alpargatas voladoras

El inmenso local, vacío y silencioso, resultaba escalofriante cual hotel de 'El resplandor'

El rayo entró por la chimenea y salió por un espejo. Mi bisabuelo estaba tostando tabaco y resultó ileso porque tenía los pies apoyados en el travesaño de la silla de madera. El amigo que le acompañaba sí terminó más afectado, pero sobrevivió. Ocurrió en aquella casa de dos dormitorios de la calle Santa Bárbara de Belalcázar en la que se criaron mi abuela materna y sus seis hermanos.

Con siete años, mi abuela Dolores empezó a trabajar; era lo que tocaba en esa difícil época de España. De hecho, a leer y escribir aprendería ya muy mayor. Tanto que... ¡la ayudé yo! El empleo era de sirvienta, especialmente niñera, de la familia Botella. Evidentemente, no podía permitirse dispendios como ir al cine, pero los Botella eran los propietarios de uno de los que había en el pueblo, así que siempre estaba invitada entrando por la puerta de servicio. Y terminó enamorada de aquel nuevo arte.

Hablo de la primera mitad de los años treinta, hace casi un siglo, y es la más antigua referencia cinematográfica que conozco en mi familia. No voy a detenerme en las historias que su marido (mi abuelo), por decirlo de forma suave, adornaba. Además, ya mencioné algunas hace años en otro PaTEO: Que en la batalla del Ebro se le congelaba el chorro al orinar debido al frío y que los Vélez veníamos de una familia de zíngaros. Como ven, mi abuelo Francisco, que mucho después me enseñaría a montar en bicicleta en la calle a la que daba su puerta falsa, nada tenía que envidiar a Gabriel García Márquez o al Edward Bloom de mi adorada Big Fish.

Su hija menor (mi tía Lola) estuvo estudiando en Córdoba, viviendo en casa de mis padres, y me dormía en su hombro siendo casi un bebé, paseándome pasillo arriba y pasillo abajo. En dicho recorrido, yo me miraba en el espejo del cuarto de baño durante el fugaz instante de pasar frente a su puerta. Aquel «aparezco por una fracción de segundo y vuelvo a desaparecer en la oscuridad» es uno de los más antiguos recuerdos que tengo.

Lola, que también es mi madrina, se echó un novio cordobés, mi tito José Luis, quien, entre otros muchos sitios, había trabajado en los cines de verano como sillero: regando el recinto y limpiando y secando aquellas sillas metálicas que estaban soldadas entre sí. Lo hizo simultáneamente en los cines Infantas, España y Santa Rosa. Recuerda que no les pagaban en metálico, pero les dejaban entrar gratuitamente a las sesiones, que solían ser películas del oeste o de romanos, y les invitaban a una gaseosa o refresco.

Volviendo a la generación anterior y al norte de la provincia, en mi familia paterna, de Santa Eufemia, no he encontrado vínculos con el séptimo arte, aunque mi abuelo Pepe (José Fernández) sí que tocó otros ámbitos: hostelería, eventos... Y organizó bailes. De hecho, su padre lo apodó desde temprana edad 'Charles', pues a él y a su hermana Isabel les gustaba bailar charlestón. Décadas después, intentó mi abuelo poner otro nombre al bar que tuvo bajo su casa, pero todo el mundo lo llamaba Bar El Charles, apelativo que todavía mantiene (ahora sí oficialmente) estando arrendado.

De niño, quien esto escribe bajaba al bar a la hora de la siesta con su prima Luna para comer azucarillos (de los que eran terrones). El inmenso local, vacío y silencioso, resultaba escalofriante cual hotel de El resplandor, así que terminábamos aterrorizados por cualquier pequeño ruido de los frigoríficos. Y, puestos de nuevo a rebobinar hasta los primeros recuerdos, otro que guardo es la imagen de mi abuelo Pepe llorando de emoción viendo el 12-1 a Malta... ¡a pesar de no gustarle el fútbol!

Mi abuela Laureana, mujer de su época, bastante tuvo con educar a cuatro hijos varones. Contó, eso sí, con la inestimable ayuda de la mítica alpargata voladora, igualmente característica de aquellos años. Y dio muestras de una admirable administración. Todos los niños hicieron la Primera Comunión a edades diferentes: cada uno a la que le valía el mismo traje. Y hubo un balón de fútbol que fue traído por los Reyes Magos varias veces tras perderse otras tantas de manera sospechosa.

Retomando el séptimo arte y enfocándome en un servidor, recuerdo que la primera película que vi en el cine, cuando tenía seis años, fue Superman IV en el extinto Lucano. Siete años más tarde, iría por primera vez yo solo (o sea, con mis amigos) a ver La máscara al también desaparecido Cabrera Vistarama.

Mucho tiempo después, hace apenas una década, tuve el privilegio de conocer un par de cabinas de proyección de cines de verano de la Axerquía, rebosantes de encanto y en las que todavía se utilizaban películas de 35 mm. Además, asistí a unas pruebas de sonido en el Delicias, el día anterior a la inauguración de esa temporada, disfrutando del recinto casi para mí solo en una noche mágica.

Cabina de proyección del Coliseo de San AndrésTF

Han sido los días de descanso con la familia y la reapertura de los cines de verano, entreverados en el duermevela de las siestas a cuarenta grados, los que han maridado en mis (escasas) neuronas estas historias. Anécdotas familiares casi de película, todas ellas ambientadas en blanco y negro, teniendo de fondo el extinto sonido del proyector analógico que mi tío José Luis recuerda con nostalgia.

Y es que el verano es la estación más melancólica del año. Mucho más que el otoño. Es época de cierres y balances. De canciones que nunca se olvidan y nos devuelven sensaciones juveniles. De amores fugaces para toda la vida. De la paz de las chicharras. El verano es tan melancólico como el silencio del bar de mi abuelo a la hora de la siesta.

O quizá no. Quizá no sea para tanto, sino solo percepción mía. Puede que sobredimensionar las cosas y darles su pátina fabulosa o lánguida me venga de familia. Como mi otro abuelo recordando el chorro de orina en el Ebro. Quizá mi despropósito sentimental se deba simple y llanamente a venir, por los dos lados, de una familia de cine.