El derecho al olvido en internet
A todos nos gustaría borrar esos pequeños deslices digitales que nos persiguen, como si fueran el primo pesado que siempre aparece en las reuniones familiares
Ah, el glorioso mundo digital, ese maravilloso universo donde todo lo que decimos, hacemos, o peor aún, lo que pensábamos que era una buena idea subir a las redes, se queda grabado para siempre. Si alguna vez has sentido un escalofrío al recordar una foto de tu «fase cani» en Tuenti o ese comentario de Facebook de hace diez años donde dabas tu «experta» opinión sobre política, entonces sabes de lo que hablo. Sí, amigos, hoy toca hablar del derecho al olvido, ese salvavidas legal que todos quisiéramos tener a mano cuando las tonterías de nuestro pasado vuelven para morder nuestro presente.
Imagina por un momento que hace unos años, durante una noche de juerga, decidiste subir un vídeo en el que haces karaoke desafinado, convencido de que serías la próxima estrella de La Voz. Ahora, años después, cuando estás a punto de cerrar un trato millonario, un cliente decide buscar tu nombre en Google y, ¡sorpresa! ahí está tu versión de 'Despacito' que suena más a 'Pobrecito'. Y claro, intentas mantener la compostura, pero ya sientes el sudor frío bajando por la espalda. ¡Gracias, internet, por no olvidar jamás!
Es en momentos como ése cuando te das cuenta de lo útil que sería el derecho al olvido. Porque sí, a todos nos gustaría borrar esos pequeños deslices digitales que nos persiguen, como si fueran el primo pesado que siempre aparece en las reuniones familiares. Pero, claro, el derecho al olvido no es tan sencillo como pulsar «eliminar» y hacer que todo desaparezca. No, no, la realidad es mucho más divertida y, como siempre, más complicada.
Este derecho, que en teoría nos permitiría eliminar del mapa digital esas joyas del pasado que ya no nos representan (o que nunca debieron representarnos en primer lugar), suena como un sueño hecho realidad. Imagínate poder decirle a Google: «Oye, ¿por qué no haces desaparecer ese post de cuando tenía 20 años y pensaba que el flequillo a lo Justin Bieber era lo más?» Sería fantástico, ¿verdad? Pero, como suele ocurrir con los sueños, al despertar te das cuenta de que las cosas no son tan fáciles.
La realidad es que pedirle a Google que elimine un resultado de búsqueda es complicado, frustrante y, al final, probablemente inútil. Aunque consigas que la información desaparezca de los resultados de búsqueda, eso no significa que la información se borre de internet. Simplemente se vuelve un poco más difícil de encontrar.
Y aquí es donde las cosas se ponen realmente interesantes. Porque, claro, todos queremos borrar nuestras cagadas del pasado, pero ¿hasta dónde llega este derecho? ¿Quién decide qué merece ser olvidado y qué no? Porque, imagina que un político quisiera borrar todo rastro de su «juventud revolucionaria» o que una empresa quisiera hacer desaparecer todas las críticas de sus clientes. Nos encontramos ante un dilema ético de proporciones épicas: ¿hasta qué punto tenemos derecho a rehacer nuestra historia digital?
El caso de Mario Costeja, el español que en 2014 consiguió que Google eliminara un enlace que mencionaba una deuda ya saldada, abrió la caja de Pandora. Y desde entonces, muchos han soñado con la posibilidad de borrar esos momentos embarazosos de su vida digital. Pero, claro, no todo es tan fácil como lo fue para Costeja. Porque mientras unos consiguen limpiar su nombre, otros tienen que seguir viviendo con su «yo digital» del pasado que no para de sacar trapos sucios.
El derecho al olvido no es solo un tema legal, es un tema de control. Porque, al fin y al cabo, el internet es una especie de memoria colectiva. Y aunque todos quisiéramos tener el poder de borrar lo que ya no nos gusta, la verdad es que no podemos hacerlo sin pensar en las implicaciones que eso tiene para la libertad de información y la transparencia. Porque, ¿qué pasaría si todos los poderosos pudieran borrar sus errores con un chasquido de dedos digitales? ¡Horror! Nos quedaríamos sin material para los memes, y eso sí que sería una tragedia.
Entonces, ¿qué hacemos? Primero, reconozcamos que nuestra huella digital es una extensión de nuestra vida real. Si no quieres que algo te persiga, mejor no lo publiques en primer lugar (sí, ya sé, un consejo que llega tarde para muchos). Pero, por otro lado, también es justo que tengamos la posibilidad de corregir el rumbo, de eliminar esas huellas que ya no representan quiénes somos, porque, al fin y al cabo, todos cambiamos y evolucionamos. Y sí, a veces eso significa querer borrar el rastro de nuestro amor adolescente por los pantalones de campana.
El derecho al olvido debería ser un equilibrio entre proteger nuestra privacidad y garantizar el acceso a la información. Porque aunque todos merecemos una segunda oportunidad, también es cierto que el internet tiene un papel importante como archivo de la historia, incluso de esas partes que preferiríamos olvidar. Al final, la clave está en saber dónde trazar la línea, en reconocer cuándo es justo borrar y cuándo es necesario recordar.
En este mundo donde la huella digital parece más persistente que el olor a fritanga en la ropa, todos deberíamos tener la oportunidad de borrar esas pequeñas vergüenzas que nos persiguen. Pero también debemos aceptar que no todo puede ser borrado. Al final del día, el derecho al olvido no es solo sobre olvidar, sino sobre cómo seguimos adelante. Así que la próxima vez que te encuentres con un pedazo de tu pasado digital que te haga estremecer, recuerda: puede que no lo puedas borrar del todo, pero al menos puedes asegurarte de que no se repita. Y con un poco de suerte, Google también te ayudará un poquito.