Sobre la retirada de Manuel Román
Los toros son un juicio de uno con todos por jueces, en un espacio ausente de esquinas
Por sorpresa, consigo mismo como único testigo y desde el centro del ruedo de su soledad, Manuel Román anunció ayer su retirada del mundo de los toros. Duelen las esperanzas truncadas, amontonadas en mezcla imposible con la certeza de las condiciones artísticas innatas y la posibilidad tangible de un reverdecer taurino en Córdoba. Pero como en tantas actividades del hombre, las condiciones no lo son todo. Han de citarse más componentes para que la predestinación cuaje en realidad. Componentes también intangibles, hijos de la sutileza y la determinación a partes iguales.
Manuel Román, en un ejercicio de sinceridad, honestidad y honradez, muy raro en este tiempo y en esa edad, ha dicho que lo deja. Decisión dura que al primero que habrá dolido es a él mismo. Imagino que esas esperanzas truncadas del tendido se habrán multiplicado hasta la asfixia en la piel propia. No llego a imaginar la decepción en los cercanos, que siempre presionan la piel y la mente propia con más fiereza que un pitón hurga en la femoral. Coctelera y vaivén de sentimientos para quien empieza a vivir y ha de tomar una decisión de vértigo. Dejar un trabajo no es nada inusual, pero el toreo no es una actividad cualquiera. El matiz radica en el tiempo en que se toma la decisión de abrazarlo o, en este caso, de apartarse de él. Siempre ocurre a temprana edad, cuando las ilusiones mudan con rapidez y se instalan apetitos rápidamente saciables. En el caso del toreo, además, con riesgo físico desde el primer momento y con el público por testigo, que es peor. Porque eso son los toros, un juicio de uno con todos por jueces, en un espacio ausente de esquinas, donde el escondite no vale para ninguno.
Por todo ello creo que solo queda felicitar a Román por los momentos vividos, desearle lo mejor en el futuro y agradecerle una última faena, muy torera y muy valiente, que tiene que ver con la honradez y la verdad, o sea, con los toros.