Por derechoLuis Marín Sicilia

Dios los cría...

Actualizada 09:54

Ha llamado la atención, pese a estar acostumbrados a sus desaires, la marginación del rey Felipe VI en la ceremonia de toma de posesion de la nueva presidenta de Méjico Claudia Sheinbaum. Lejos, como mínimo, de una contundente llamada a consulta a nuestro embajador en aquel país, el Gobierno español se ha limitado a no enviar a ningún representante del mismo a dicho acto. Posiblemente la afrenta al Jefe del Estado no merezca para este Gobierno la retirada del embajador, porque para ello sería necesario que la ofensa se dirigiera a la esposa del presidente Sánchez, tal como se hizo con Argentina.

Solo la mediocridad, el analfabetismo, el rencor, el odio y la ignorancia pueden confabularse para exigir una disculpa, una petición de perdón, al representante de la nación española por los pretendidos abusos que España dicen que realizó con los pueblos indígenas de lo que fue conocido como la Nueva España, algo que, por su propia denominación ya indicaba el afecto y el cariño con el que nuestros antepasados siempre dispensaron a quienes fueron tratados como iguales, tal como nuestra primera Constitución de 1812 nos definía en su artículo primero: «La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios».

En un país como el nuestro, tan poco dado a la lectura y a la información, podrían los ignorantes recurrir a visionar una película como Apocalypto, dirigida por el actor norteamericano Mel Gibson, para entender cómo era la lucha tribal donde la caza humana, la esclavitud y el sacrificio era la norma de conducta de una civilización maya destructiva e inhumana. Similar a los mayas era la civilización de los aztecas, cultura que se encontraron los españoles cuando desembarcaron en las costas del Nuevo Mundo.

No hay que ser un erudito en historia para entender que la conquista de Tenochtitlán, imponente capital de los aztecas, solo fue posible por la habilidad de Hernán Cortes para capitalizar el odio de las tribus sojuzgadas por los aztecas, perseguidas sin piedad y sacrificadas, hombres, mujeres y niños, en el altar de la ceremonia salvaje y en los osarios para gloria de los dioses. Supo Cortés aglutinar tribus víctimas de los aztecas para unirlas a sus escasos 500 hombres y derrotar al Imperio.

¿Qué perdón tiene que pedir el reino de España por haber liberado un territorio del salvajismo más atroz, incorporándolo, con igualdad de derechos de la época, a la metrópoli? Es más, los criollos, como ese López Obrador nieto de un cántabro de Ampuero que tanto odia a España, son los primeros que debieran respetar a los pueblos indígenas y no servirse demagógicamente de ellos. Porque los hijos de españoles de la metrópoli, nacidos en la America española, fueron los criollos que, al independizarse la Nueva España (hoy Méjico), gestionaron alrededor de tres millones de kilómetros cuadrados que era la extensión del virreinato. Doce años después de su independencia empezaron a perder territorio: Texas, Nevada, California, Utah y partes de las actuales Arizona, Colorado, Nuevo México, Oklahoma, Wioming y Kansas, reduciendo la extensión de Méjico a dos millones de kilómetros cuadrados.

Por ello resulta elocuente y esclarecedor el desfile de políticos de tres al cuarto que acudirán el día 1 de octubre a la toma de posesion de la nueva presidenta mejicana. Allí estarán los Ada Colau, Pisarello, Irene Montero, los de Bildu y demás especímenes de esa izquierda tan democrática y respetuosa con los derechos humanos y las libertades como las que protagonizan en sus respectivos países los Putin, Maduro, Ortega, Díaz Canel y otros de su ralea, también asistentes al evento.

Tan odiador de España es Otegi como López Obrador. Tan deseosos de la fractura de España son Rufián y sus adlateres como rupturistas del gran país que heredaron de España fueron los criollos que perdieron la tercera parte de la Nueva España. Es lo que pasa con los insolventes, los ignorantes, los rencorosos y los farsantes: administran tan mal que buscan culpables en los demás. Y se llaman progresistas porque, bajo su bota, los únicos que progresan son ellos. Dios los cría y ellos se juntan.

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