La verónicaAdolfo Ariza

El corazón duro y la tripa sensible

El titulo no es mío; se lo debo a Georges Bernanos y a su libro Los grandes cementerios bajo la luna. Para el escritor francés «salta a la vista» de entre «las contradicciones de la historia moderna» esta que caracteriza al hombre de nuestro tiempo con un «corazón duro» y una «tripa sensible». Además de que, en «el mañana de después del Diluvio», «la tierra quizá pertenecerá a los monstruos blandos». De estos «monstruos blandos» recuerda que poseen «una ventosa para chupar y otra evacuar».

Un ejemplo del mismo Bernanos – verdaderamente crudo como todos los suyos - ayuda a clarificar el dato: «Los mismos tipos que reducían poco a poco, sistemáticamente, hasta limitarlas al intercambio indispensable de esquelas de nacimiento, boda o defunción, para no gastar sus exiguas reservas de sensibilidad afectiva, ya no pueden abrir un periódico ni mover el dial de su radio sin enterarse de catástrofes. Es evidente que para librarse de semejante obsesión, a estos infelices no les basta con oír una vez por semana, en la misa mayor, distraídamente, la homilía sobre el sufrimiento pronunciada por un buen cura bien orondo con quien compartirán luego el cordero dominical». Luego si no les basta, ¿qué hacen? Tal vez pensando que es tarea del economista la miseria y que, por tanto, «es preciso sublevar contra eso […] a la opinión pública pues, como todos saben, no hay nada que se le resista en la tierra o en el cielo».

La cuestión es que se nos suelen «remover las tripas», pero tenemos «el corazón atrapado en una coraza de cristal». Desde este dato y recogiendo el órdago lanzado por Bernanos, el filósofo francés Fabrice Hadjadj, en su reciente libro Lobos disfrazados de corderos. Pensar sobre los abusos en la Iglesia (Madrid 2024), propone toda una reflexión sobre tripas sensibles sin paciencia ni trascendencia y corazones enquistados.

Indica Hadjadj que si bien es cierto que «ya no somos bastante paganos como para disfrutar de la desgracia ajena invocando la fatalidad», «al mismo tiempo que disfrutamos sin piedad de nuestra piedad virtual, nos sentimos culpables, quisiéramos actuar sobre lo que ocurre lejos». Con sinceridad hemos de reconocer - es el deseo de Hadjadj - que «nos olvidamos de los pobres de nuestra puerta, pero a los pobres en general […] nos gustaría tenderles una mano invisible a través de nuestra pantalla táctil». Salta a la vista, según el filósofo, que «la compasión sin paciencia es consustancial a nuestra sociedad del botón». Por lo que «el dispositivo que nos hace compadecernos de las innumerables desgracias del otro extremo del mundo funciona por zapping».

En la otra cara de la moneda se encontraría la posibilidad de una compasión entendida como la posibilidad de un verdadero «congoce» que sería la compasión sin mancha de orgullo y envidia. Ya el mismísimo Nietzsche, en Humano, demasiado humano. Un libro para espíritus libres, puso el dedo en la llaga: «Las naturalezas compasivas, siempre dispuestas a ayudar en el infortunio, rara vez son al mismo tiempo ‘conjouissantes’ [congoce, congratulación]: en la felicidad del otro, no tiene nada que hacer, son superfluas, no se sienten en posesión de su superioridad y por eso muestran fácilmente despecho».

Con singular clarividencia, aclara Hadjadj que «lo positivo de la compasión no está, por tanto, en el hecho de sufrir, sino en el hecho de estar con. De permanecer con la otra persona. Y el único valor del sufrimiento es que nos permite soportar esta relación en el mismo lugar donde se está desgarrando».

El hombre de corazón sensible y de estomago sensible sabe, como uno de los personajes de otra de las novelas de Bernanos, Diario de un cura rural, que Dios se hizo pobre, se arrodilla ante el Misterio: «Nuestro Señor, al desposarse con la pobreza, elevó al pobre a tal dignidad, que no podrá bajar ya de su pedestal. Le dio con ello un antepasado… ¡y qué antepasado! Un nombre… ¡y qué nombre!». Es cierto, prosigue Hadjadj, que alguien podrá objetar que «si los pobres son tales, honorables y sobrenaturalmente dignos, el rico puede prescindir de toda compasión por ellos». Sin embargo, «el pobre, antes de llevar la esperanza de la sociedad sin clases, lleva en sí la esperanza del reino». Y «si el rico de corazón sensible debe darle, o más bien restituirle, es a causa de esta esperanza, no para justificarse convirtiéndolo al ideal del rentista, sino para acercarse a la pobreza de Cristo, reconocer en él a un hermano y vivir de comunión más bien que de consumo».

Bernanos lo tenía muy claro: «Siempre pensé que el mundo moderno pecaba contra el espíritu de la juventud y que moriría por este crimen. […] no podéis servir a la vez al espíritu de la juventud y al espíritu de la avidez».