Pateos por CórdobaTeo Fernández

Alicia en el país de los Romero de Torres

Con María Romero de Torres Pellicer también se extinguió parte de la memoria, sobre todo de Julio

La dependienta de la tienda del Museo Carmen Thyssen Málaga me comentaba que mi libro 'Julio Romero de Torres. Vida y obra', publicado unos meses antes por Almuzara, se vendía bien. Respondía así amablemente a mi consulta al respecto, y añadía que en ello influía su manejable tamaño, muy lejano al de los descomunales catálogos de arte.

Corría 2021. Dos años más tarde, en otra visita, realicé idéntica pregunta en dicha librería. La chica que atendía resultó ser la misma. Pero no me di cuenta yo, sino que lo hizo ella. Para mi sorpresa, sin que un servidor se hubiera identificado, respondió, con una sonrisa de oreja a oreja: «Esta conversación ya la hemos tenido».

La atención al público en Málaga suele ser así de maravillosa.

Un agradable día de invierno del propio 2021 nos trataron igual de bien en el restaurante de la capital de la Costa del Sol en cuya terraza almorzaba con Enrique Ortega, jefe del Departamento de Museos del Ayuntamiento de Córdoba. Veníamos de la inauguración de una exposición sobre José Gutierrez-Solana y Julio Romero de Torres en Fundación Unicaja. Yo le anticipaba que tres años después, en noviembre de 2024, se cumplirían ciento cincuenta del nacimiento del pintor cordobés, y comenzamos a elucubrar ideas (a cual más megalómana) de posibles actos conmemorativos.

Las pasiones compartidas sostienen amistades. Por eso, desde entonces, en Córdoba de vez en cuando desayuno con él, al igual que con Fuensanta García de la Torre (que fuera directora del Museo de Bellas Artes durante más de tres décadas) o María del Mar Ibáñez Camacho (que ha catalogado el archivo Romero de Torres). En dichos encuentros, el universo juliorromeriano es, como resulta lógico, el tema principal de conversación.

Mi querido lector pensará que me paso la vida desayunando. Y motivos no le faltan. También lo hago a veces con Juan Miguel Moreno Calderón, coordinador de Políticas Culturales del Ayuntamiento de Córdoba, a quien señalé en uno de nuestros cafés, como a Enrique en Málaga, que no debíamos perder de vista el horizonte del año 2030. En esa fecha se cumplirá un siglo de la muerte del artista, convirtiendo las dos efemérides en nuestra Agenda 24-30 particular.

Planteé (a pesar de que el Ayuntamiento nada tiene que ver con el asunto) que esos seis ejercicios podían suponer una horquilla razonable para ejecutar uno de esos proyectos cordobeses eternamente pendientes: la puesta en valor, como se dice ahora, de la casa familiar Romero de Torres. Les conté que veía lógico arrancar consiguiendo la apertura continua del patio interior (que solo es visitable en fechas señaladas) desde 2024, coronando con la de toda la casa en 2030.

Acceso al patio interior de la casa de los Romero de TorresLa Voz

Lo de 2024 no se ha cumplido, aunque sí tenemos una autentica saturación de eventos conmemorativos descoordinados, al punto de que hasta cuesta aclararse y diferenciarlos. Como en el chiste, necesitamos «¡Organización! ¡Organización!». Además, algunos son, digámoslo elegantemente, heterodoxos. Solo falta el concurso de feos que había antiguamente en las verbenas.

La casa y la familia Romero de Torres son los ejes de mi mencionado libro, en el que detallo que dicho espacio, adyacente al poco antes creado Museo Provincial de Pinturas (semilla del actual Museo de Bellas Artes), fue cedido en 1862 como vivienda al nuevo conservador de la entidad. Este era Rafael Romero Barros (moguereño de ascendencia cordobesa), que llegó desde Sevilla junto con su esposa Rosario de Torres Delgado (hispalense) y su hijo Eduardo, de tan solo tres años.

A sendos lugares (vivienda y museo) se accede desde el mismo patio distribuidor, al que llamaban «el patio grande» o «principal» y que actualmente da paso también al Museo Julio Romero de Torres. Pero el hogar tiene un patio propio, interior, que se conocía como el jardín «arqueológico» o «del director» o simplemente «el jardín», que es el que suele estar cerrado al público y que resulta inevitablemente evocador. En el libro expreso que «aunque este patio ha sido muy transformado, cuando lo visito aún creo escuchar las risas de los jóvenes Romero de Torres, sus peleas infantiles y sus llantos, igual que resuena para siempre el griterío fantasmal en un colegio abandonado».

Algunos cuadros de Julio, como 'Mal de amores', muestran el pasillo que lleva hasta ese jardín. Un pasillo que inevitablemente me recuerda a Alicia en el país de las maravillas, cuando la protagonista abrió con una llave de oro la puerta que daba paso «a un estrecho corredor» y «a través del pasadizo, vio el más hermoso jardín que jamás hayáis contemplado».

Así de especial era el lugar donde vinieron al mundo los siete hijos que tras Eduardo tuvieron Rafael y Rosario. Julio, el penúltimo, lo hizo el 9 de noviembre de 1874. También allí creció y se educó. Esto, como algunos de sus hermanos, en la Escuela Provincial de Bellas Artes que su padre había creado en el propio museo. Incluso cuando se mudó a Madrid, su referencia en Córdoba fue, como ocurrió con casi toda la familia, la casa. Y a ella volvería para morir en 1930.

Dos de los hermanos que pasaron su vida en dicha vivienda y sobre los que más me extiendo en el libro entresacando anécdotas y curiosidades, fueron la pícara y sensible Angelita y el seductor Enrique, quien recogería el testigo de su padre al frente del museo. Sobre Enrique, por cierto, escribió José María Palencia, director de la institución en una etapa más reciente, un completo monográfico.

También los tres hijos de Julio (Rafael, Amalia y María), que se quedaron para vestir santos, habitaron siempre en la casa. Rafael (Rafalito o Rafaelito) fue, de 1941 a 1978, el continuador de la tarea de su abuelo y su tío como director del Museo de Bellas Artes. La última en fallecer sería María, en 1991, completando un usufructo de tres generaciones y ciento veintinueve años, ciclo que en el libro comparo con el de Cien años de soledad. Incluso en el hecho de que el linaje se pierda, pues de Rafael y Rosario, que tuvieron ocho hijos y siete nietos... ¡ya no quedan descendientes!

Con María Romero de Torres Pellicer también se extinguió parte de la memoria, sobre todo de Julio. Mi libro comienza, precisamente, citando a Mercedes Valverde, que fuera directora del Museo Julio Romero de Torres durante más de veinte años: «Perdimos a Romero de Torres cuando su hija quemó sus cartas en una lata de galletas».

El lector habrá visto que yo he venido a hablar de mi libro, como Umbral. Y, para no dejar de referir intelectuales, recordaré que Juan Manuel de Prada, a quien también mencioné al final del PaTEO anterior, se jactaba hace poco en Cosmopoética, presentado por mi amigo Jesús Cabrera, de que «no hay charla suya en la que no se haya dormido nadie».

Pues con mi texto ocurre algo similar, a pesar de ir acompañado de muchas fotos (ya lo decía Alicia: «¿De qué sirve un libro sin ilustraciones ni diálogos?»). Me consta que mi 'Julio Romero de Torres. Vida y obra', con sus muchas letras y algunos dibujitos, es muy recomendado por los médicos para tratar el insomnio. Pronto hasta me lo pagará la Seguridad Social. Como debe ser, arte y ciencia siempre de la mano.