De este agua no beberéRafael González

La hoguera

«Son una lección para todos los que publican pensando que tienen algo bueno que contar, demasiado pagados de sí mismos o por premios literarios en los que ya nadie cree»

Este viernes ha comenzado una feria que todos los que aman los libros nunca se pierden. La Feria del Libro Antiguo y de Ocasión es posiblemente una cita mucho más interesante que la propia Feria del Libro porque esta última suele traer a los nuevos autores y la del libro de ocasión coloca a muchos de esos autores donde merecen: en estanterías, rodeados de clásicos, pero a precio de saldo. Es una feria, por tanto, llena de justicia poética.

No todo lo que ofrecen los libreros de lance son piezas baratas, no obstante. Posiblemente los títulos más raros, más buscados, las primeras ediciones revalorizadas o algún que otro incunable nunca se expongan en una feria de estas características. Los libreros de viejo operan desde sus establecimientos y, sobre todo desde hace años, a través de Internet, donde los coleccionistas pueden encontrar auténticas maravillas. Pero es verdad que una feria como la recién abierta este viernes, con un poco de suerte, ofrece al visitante-cazador la oportunidad de encontrar alguna chamba que quizá en portales de venta electrónica esté sobrevalorada o una agradable sorpresa inesperada. También es feria de felices reencuentros no agendados.

La Feria del Libro Antiguo también supone un viaje sentimental por la nostalgia, en el que topamos con los viejos tebeos de infancia o con aquellos libros que llenaron tardes y vacaciones adolescentes de aventuras, misterio y emoción. Un paseo que conlleva reencontrarse con la inocencia perdida, con un tiempo donde todo era más fácil y menos sofisticado. Son títulos y colecciones que forman un mercado propio en dicha feria, a los que se suman los libros o tebeos más recientes y huérfanos de niños que ya no los leyeron o se cansaron de ellos demasiado pronto, cuando las pantallas vinieron a destronarlos cruelmente, con una obsolescencia programada insolente frente al carácter casi eterno de la publicación en papel. La feria del Libro Antiguo entonces es un recuerdo permanente durante algunas semanas de la fecha, más o menos exacta, del inicio de nuestra decadencia, pero también de la esperanza por nosotros, mortales, que mantienen los libros y sobre todo los libreros de viejo, pacientes, humildes, sabios.

Y es en esta feria donde vemos arder las vanidades de periodistas, pseudoescritores, políticos y gente de la farándula que publicaron entre algodones promocionales, con enormes campañas de publicidad y copando parrillas de televisión soltando imposturas sobre su nuevo libro. Otros obtuvieron inmerecidamente una enorme riqueza tipográfica en suplementos dominicales y revistas culturales. Ya nadie se acuerda de ellos, ni de ellas, y ni mucho menos de sus grandes obras literarias, labradas por negros que ahora son ChatGPT.

En los puestos yacen amohinados sobre una estantería, a cuatro o cinco euros, y mucho me temo que no se los llevan nadie a casa ni por error. Sirven como combustible de una hoguera que no echa humo, sino que permanece quieta mecida por la indiferencia que producen las vanidades de gente que ya no nos importa, que nunca nos interesó realmente. Son una lección para todos los que publican pensando que tienen algo bueno que contar, demasiado pagados de sí mismos o por premios literarios en los que ya nadie cree.

Tengo particular interés este año en detenerme un rato ante los ejemplares mudos de Con todo - De los años veloces al futuro, de Íñigo Errejón. Deben estar incandescentes de sororidad aliada por culpa del patriarcado neoliberal. Como su caído autor.