La mala política
«El gobierno de los 'progres' ha convertido las instituciones del Estado en un botín, asaltado por ignorantes ambiciosos sin más credo que su afán depredador del dinero público»
Los lamentables y trágicos sucesos ocasionados por la DANA, en Valencia y otras comunidades, sólo han provocado entre nuestros políticos un aluvión de reproches al adversario y un escaqueo escandaloso de las propias responsabilidades. Sin duda que la clase política en su conjunto sale dañada, empeñada como está en la construcción de un relato que oculte la realidad. Quizá seamos víctimas de eso que nuestros mayores conocían como la mala política, una forma de gestionar lo público desde una óptica ventajista ayuna de principios.
Como decía Antonio Machado, la política es una actividad importantísima y «nunca aconsejaría el apoliticismo sino el desdeño de la política mala que hacen los trepadores y cucañistas». Y desde otra vertiente y con la misma precaución habría que recordar aquella frase que Franco le dijo a Peman, y que al parecer reproducía cada vez que sus ministros discutían exacerbadamente, aconsejándoles que «hagan como yo, no se metan en política». Porque, efectivamente, estamos presenciando la peor cara de la política, la que tantas desgracias y atrasos ha provocado en nuestra historia y que el pueblo llano califica de «politiqueo» porque no tiene otra perspectiva y finalidad que el mantenimiento del poder a cualquier precio.
Al pueblo español no debió irle mal aquel consejo de prescindir del politiqueo porque, en la última quincena del mandato de la dictadura, España se situó en la octava potencia económica mundial (hoy ocupamos el puesto 15, con tendencia bajista según el FMI) con una deuda pública del 7 % que hoy alcanza el 105 % del PIB según los datos de 2024. Cuando desde un antagonismo ideológico tan profundo como el de Franco y el de Machado, que hace suyas las palabras de Juan de Mariana, se coincide en el diagnóstico de la mala política es porque los daños de esta son tan graves que perturban la convivencia y el progreso de una sociedad ajena a esa encarnizada lucha de una clase política que olvida que su razón de ser es la gestión eficaz del interés público y se entrega, por contra, a la del relato manipulado y la descalificación del adversario, mientras se pudren las demandas ciudadanas.
Uno de los aspectos que se han puesto de manifiesto con motivo de la tragedia del levante español es la mala selección de los políticos del momento, algo que ha denunciado recientemente, con toda la razón, Alfonso Guerra. Y es paradigmático de ello la ocupación de algo tan importante para la prevención de los riesgos fluviales, como son las confederaciones hidrográficas, por políticos de tercer nivel y activistas pretendidamente ecologistas que, a la postre, resultan ser verdaderos analfabetos en las áreas de su competencia. España fue, durante mucho tiempo, ejemplo de su política hidráulica, al frente de la cual siempre había expertos ingenieros de caminos, canales y puertos que cuentan con todos los conocimientos técnicos acreditados para prever y paliar los efectos dantescos que hemos padecido. Pero la mala política sanchista arrincona desde ingenieros y abogados del Estado hasta a los técnicos y expertos en cada materia para colocar amiguetes, porque los principios de aquellos son incompatibles con las corruptelas y las chapuzas.
El cambio climático, en contra de lo que ha dicho Sánchez, no mata por sí. Mata si no se toman adecuadas medidas para combatirlo. Las riadas, los desbordes, las acometidas y las inundaciones, así como combatir la pertinaz sequía, tuvieron un plan para hacerle frente. Un plan que, además, estaba financiado por la Unión Europea: el Plan Hidrológico Nacional del Gobierno de Aznar en 2001 que conectaba las cuencas hidrograficas y ponía en marcha una serie de proyectos reguladores de cauces y embalses. Un plan que Zapatero paralizó y sustituyó por pretendidas medidas ecológicas que solo tenían la misión de dar satisfacción al egoísmo de quienes, desde entonces, vienen sosteniendo al socialismo para que este pueda gozar del poder a costa del interés general de la nación.
Lo que ha pasado en Valencia es la consecuencia de una mala política. Es la consecuencia de una perversion ideológica según la cual la ecología está enfrentada a las obras hidráulicas, cuando son estas las que, bien programadas, planificadas y ejecutadas, resuelven, o al menos palian, los problemas que ahora nos abruman. Dejar que la naturaleza produzca sus fenómenos naturales sin tratar de evitar los perjuicios de los mismos no es ecología, es volver al salvajismo y a la cueva. Cuando en vez de construir obras hidráulicas lo que se hace es demoler presas y embalses, para lo que hay presupuestados 2.300 millones de euros, la indefensión da paso a la tragedia.
La desgracia es que tenemos a una serie de políticos y tertulianos que hablan de todo y no saben de nada. Falsos ecologistas están arruinando la economía y produciendo un peligro a pueblos enteros huérfanos de protección ante las avenidas salvajes. Habría que tomar lección de los holandeses que tienen la tercera parte de la superficie de su país bajo el nivel del mar, para lo que construyeron un complejo sistema de diques, bombas, dunas y canales, coordinado por 26 estaciones que controlan el permanente nivel del agua y mantiene a raya las posibles inundaciones que originaría la marea del Mar del Norte. Y tienen claro que, ante el calentamiento global y el deshielo de glaciares, lo que hay que hacer es reforzar diques y dunas y no destruirlas, porque una buena política medioambiental resuelve problemas derivados de la sequía y de las inundaciones salvajes, algo que proyectó y puso en marcha el gobierno de Aznar hace casi veinticinco años, con el irresponsable frenazo del socialismo ya indicado.
Cuando el poder se considera un fin y no un instrumento para gestionar el interés público, ocurre lo que estamos viendo: que los políticos no salen de la bronca mareando la perdiz sobre culpas, negligencias y responsabilidades, intentando que el marrón se lo coma el adversario. Y los españoles, hartos de esa mala política, añoran que el interés público dependa de profesionales preparados y de personas responsables.
El gobierno de los «progres» ha convertido las instituciones del Estado en un botín, asaltado por ignorantes ambiciosos sin más credo que su afán depredador del dinero público. Un país se suicida cuando, en vez de colocar al frente de sus organismos técnicos a los profesionales más exitosos, sitúa en los mismos a los prisioneros del vasallaje y de la ideología.