Pulso legalÁlvaro Caparrós Carretero

Del bar al caos: crónica de una ciudad entregada a las terrazas

Córdoba es una ciudad que vive por y para la hostelería. No hay calle, plaza o rincón que no esté marcado por la presencia omnipresente de mesas, sillas y sombrillas que convierten lo público en algo a medio camino entre lo privado y lo caótico. No me malinterpreten, la terraza es parte del ADN cordobés. No somos nadie sin esa cervecita al sol, ese café de media mañana o esa charla interminable mientras el camarero pregunta por cuarta vez si vais a pedir algo más. Pero, como en todo, hay otra cara de la moneda, una que rara vez se menciona, y que merece, aunque sea entre sorbos, un poco de atención.

La hostelería es el motor económico de esta ciudad, eso está claro. Aquí, donde el sol acompaña casi todo el año y el turista busca ese oasis de tapas y cañas, no hay duda de que los bares son parte fundamental de la experiencia cordobesa. Pero la relación entre la terraza y la ciudadanía a menudo deja un regusto amargo, sobre todo para quienes viven día a día las consecuencias del abuso del espacio público. Porque las terrazas, por muy encantadoras que sean, no aparecen por arte de magia: invaden, colonizan, transforman lo que debería ser un espacio común en un lugar que responde a intereses privados. Y lo peor de todo es que esto ocurre con una impunidad que ya casi ni sorprende.

La normativa existe, por supuesto. En este país tenemos reglas para todo, y las terrazas no son una excepción. Que si respetar las medidas, que si no obstruir el paso, que si no sobrepasar los límites marcados. Todo suena muy razonable sobre el papel, pero en Córdoba, como en tantas otras cosas, el papel está ahí para adornar el cajón de algún funcionario. A pie de calle, la realidad es otra: terrazas que ocupan toda la acera, mesas que bloquean pasos de peatones, y espacios donde antes jugaban niños que ahora son una extensión improvisada de un bar que ni siquiera tiene licencia. Y lo más llamativo no es que esto ocurra, sino que todos lo asumimos con una mezcla de resignación y complicidad. «Es lo que hay», se dice entre suspiros, como si fuese inevitable.

Pero no lo es. La vista gorda que se hace con las terrazas tiene consecuencias, y no hablo solo del paisaje urbano. Está el vecino que no puede dormir porque la conversación animada de la mesa 5 no entiende de horarios, la madre que no puede pasar con el carrito porque la acera ha desaparecido bajo un enjambre de sillas, o el peatón que, para evitar el laberinto de mesas, se ve obligado a jugarse la vida en mitad de la calzada. Y luego está la impotencia, esa sensación de que no importa cuántas veces denuncies, la respuesta será siempre la misma: nada. O, en el mejor de los casos, una multa simbólica que el bar paga con lo que recauda en dos tardes. Resultado: la sensación de que los derechos de los ciudadanos valen menos que la tapa del día.

Entiendo que políticamente, meterse con un sector ya acostumbrado a hacer lo que quiera puede ser delicado, pero la impunidad es un mal mayor a extinguir y que a la larga resulta desastroso.

Es aquí donde toca pararse y reflexionar. Porque no se trata de demonizar a los bares ni de acabar con las terrazas. Sería absurdo. La terraza es un lugar de encuentro, un espacio de disfrute colectivo que forma parte de nuestra identidad. Pero el disfrute de unos no puede ser a costa del sacrificio de otros. Hay que encontrar un equilibrio, un punto medio entre ese placer de tomarse algo al sol y el derecho del vecino a vivir en paz. Y para eso hacen falta normas que se cumplan, sí, pero también voluntad política para aplicarlas y, sobre todo, una ciudadanía que no normalice lo que no debería ser normal.

Porque al final, el problema no son las terrazas en sí, sino la permisividad que las rodea. Hemos llegado a un punto en el que parece que todo vale mientras haya una caña de por medio. Pero no todo vale. Disfrutar de la ciudad no puede ser un privilegio reservado para los que están de paso o para los que tienen la suerte de estar sentados en la mesa correcta. La ciudad es de todos, y cuando un grupo —en este caso, la hostelería— se apropia de lo que es común, el resto queda relegado. Eso no es vivir, eso es sobrevivir a base de adaptarse al ruido, al desorden y al caos.

Lo curioso es que, mientras escribo esto, imagino a más de uno pensando que soy un aguafiestas, un amargado incapaz de disfrutar de la vida. Nada más lejos de la realidad. Me encanta una buena terraza, soy el primero en buscar una mesa cuando llega el fin de semana. Pero precisamente porque sé lo agradable que es, también puedo imaginar lo frustrante que debe ser para el vecino que no puede dormir, para el peatón que no puede pasar, para el ciudadano que siente que su ciudad se le escapa entre cervezas y risas ajenas.

Así que, la próxima vez que nos sentemos en una terraza, brindemos no solo por la cerveza fría y la tapa deliciosa, sino también por la posibilidad de encontrar ese equilibrio que tanto necesitamos. Porque, al final, disfrutar de Córdoba no debería ser un lujo que unos pocos pagan con el malestar de muchos.