Mariano Aguayo, adiós a un artista total
«Tal vez, el penúltimo representante de una generación íntimamente enraizada con la vida campestre y rural»
Los que en algunas ocasiones nos dejamos gobernar más por los sentimientos que por la razón, llegamos a conclusiones que, a la luz del entendimiento, se antojan descabelladas. Yo, por ejemplo, cuando veía esa combinación de fuerza moral y espiritual de que hacía gala Juan Pablo II, pensaba que era inmortal; e incluso cuando las secuelas del atentado, el Parkinson y las dificultades de movilidad se hacían patentes, mi sentimiento ( que no mi inteligencia ) seguía sin admitir que ese gran hombre pudiera morir algún día. Cuando llegó el 2 de abril de 2.005, a eso de las 21, 37 horas, me di cuenta de que en este mundo nadie es inmortal y que, como decía Camilo José Cela «la muerte es una ordinariez absoluta; todos los nacidos terminan pasando por ella »
Hace un par de semanas he vuelto a comprobar que otro de mis admirados «inmortales» no era tal. Me rebajaba yo por las viejas calles de Córdoba camino de la Facultad de Derecho cuando una llamada de teléfono me dio la noticia: Mariano Aguayo ha muerto. Recibí la nueva con la incredulidad de quien creía que Mariano era eterno. Sabía, ciertamente, que llevaba algún tiempo bastante averiado y recordé que la última vez que lo vi lo había encontrado algo derruido, aunque sin perder ni un ápice de su empaque, señorío y elegancia…ni por supuesto aquel mirar donde brillaba una ironía finísima de aguda inteligencia. Y aunque, como acabo de apuntar, yo estaba bastante amoscado respecto a su salud, la muerte de un personaje como él, la muerte de un amigo como él, la muerte de un artista total, me pareció una sorpresa increíble, un hecho inesperado y hasta absurdo: ¿podía morir un genio como Mariano Aguayo?
Tras la incredulidad, asumido ya lo obvio, me senté en un banco de la Plaza de la Magdalena a mascullar mis recuerdos: el día que lo conocí al calor de la lumbre en la junta de una montería en La Tejera; aquellas charlas monteras, ya más recientes, en Sierra Alta; las conversaciones en El Pisto sobre una novela que estaba pergeñando y cuyo título me adelantó… y tantas otras vivencias... Entonces, de improviso, me sorprendió una extraña emoción, que se me aquerenció en el corazón, como un sentimiento entreverado de pena y a la vez de paz. Federico García Lorca había expresado lo que yo sentía en ese momento en un verso de su primer libro: «Hoy siento en el corazón un vago temblor de estrellas ». Y es que ha sido mucho tiempo de conocerlo y de admirarlo, mucho tiempo de penetrar en sus cuadros y fundirme en sus escenas , mucho tiempo de leer y releer sus libros… y mucho tiempo de una amistad íntima con sus tres hijos.
Mariano Aguayo ha sido, en mi opinión, el artista cordobés por excelencia de las últimas décadas. El más completo. El más contundente. El que mejor ha plasmado una de las multiples personalidades de nuestra Córdoba compleja y esquizofrénica. Un artista total, una especie de Leonardo a la andaluza: escultor, pintor y escritor de refinadas y muy personales formas, nos ha enseñado con su obra (pero también con su vida ) que la belleza y el señorío, el arte, en suma, están en la naturalidad, en el detalle y en el comedimiento.
Su obra pictórica es extensa y de muy variados estilos : la pintura subjetiva de su juventud, el ruralismo poético de su etapa de madurez y, finalmente, ese estilo tan personal, tan naif , con que pintó el mundo del toreo en sus últimos años, dándole un colorido, una alegría y una hondura tal que, al contemplar sus cuadros, uno no puede menos que susurrar un discreto pero muy sentido ¡ olé ¡
Mariano ha hecho una literatura bellísima y sólida, pletórica de eufonías y ritmos campestres, entretenida y veraz, sin pedantes pretensiones “intelectuoides “ y siempre traspasada de un agudo sentido del humor , tan inteligente como amable. Mariano ha sido mucho más que un brillante escritor costumbrista o cinegético ; ha sido el fiel notario de una sociedad y de unos valores que se están yendo para, posiblemente, no retornar jamás.
Maestro absoluto del relato corto ( Relatos de caza, Con mi gente… ) de la narración memorialística ( Montear en Córdoba… ) y, por supuesto, de la novela ( Los potritos , El otoño de los jabalines, o la inconmensurable Querida tía Luisa… ) Aguayo podía sentarse en la misma mesa con sus más brillantes coetáneos: Delibes, Cela, García Pavón…Ninguno de los citados le echa la pata en lo que hace a calidad, precisión y belleza. Su obra es, ciertamente, más corta que la de los maestros que acabo de citar, pero no por ello de menos calidad. Si me apuran, aunque parezca osado por mi parte, en muchos casos de mayor calidad estética. Cualquier capítulo de cualesquiera de sus novelas agolpa más calidad que novelas enteras muy reputadas y reconocidas, de admirables narradores. Y es que Mariano escribía tan bien, tan bien, que producía, en los que nos aplicamos a la narrativa, el nada noble sentimiento de la envidia. ( No sé si sana o no, pero envidia al fin)
Con Mariano Aguayo se ha ido además ( y por desgracia ) la personificación de una forma de ser y de entender la vida y, tal vez, el penúltimo representante de una generación íntimamente enraizada con la vida campestre y rural, una estirpe luchadora y auténtica, honesta, que ha hecho de sus convicciones éticas una estética elegante y señorial.
Termino estas líneas invocando a Jorge Manrique. Su verso es ahora muy oportuno y muy verdadero, y creo que resume muy acertadamente el resignado sentimiento de todos cuantos quisimos y admiramos a Mariano Aguayo:
“Aunque la vida perdió
Déjonos harto consuelo
Su memoria”
Descansa en paz, Maestro. Nos has dejado tu ejemplo y tu ingente obra. Nos vemos en la eternidad, en una junta cuyo día y hora está aún por fijar.