El perol sideralAlfredo Martín-Górriz

Parque de Levante, el sueño de los escarabajos peloteros

¿Habrá alguna app que permita contar cacotas del suelo?, me pregunto mientras entro en el llamado Parque de Levante, desde hace un tiempo parte indispensable de mis paseos deportivos. Hace un tiempo me levantaba pletórico un día que tuviese libre. Me iba al gimnasio a hacer una dura rutina de pesas tipo Weider. Al volver jugaba al baloncesto. Por la tarde quedaba con los amigos para un partido de frontón y luego salía por la noche...

Hoy he de conformarme con estar, por observación propia, en el top 20 de los andadores deportivos del barrio. Me encuentro en la antesala del aquagym, disciplina a la que iremos a parar todos aquellos que un día levantábamos cientos de kilos en sentadilla. El paseo deportivo, que consiste en andar con chándal y cascos, con alguna aceleración cuesta abajo, me permite conocer de cerca los jardines de Córdoba, cuyas carencias observo y reprocho con gesto censor y mohín de desaprobación.

Ese parque en particular me fascina, pues carece de árboles, tiene un piso de tierra y chinos que se escurre y desolla a los niños en el tobogán gigante, algunas zonas de aparatos para descoyuntar jubilados, dos mesas de ping-pong en mitad de la nada y un par de tirolinas, de la que ya solamente queda una, que la otra se la llevaría el Richal. Todo ellos en una notable extensión, a modo de enorme descampado, lo que lo convierte en un terreno autopercibido como parque, algo que conecta con estos tiempos líquidos. Si los museos contemporáneos cuentan con ese tipo de obras a modo de plátano pegado con cinta aislante a la pared, las urbes tienen ya sus jardines desjardinados, en los que la frondosidad se deja al albur de la imaginación.

El caso, y vuelvo al principio, es que mientras al erial autoconsiderado selva amazónica le salen los árboles, que afortunadamente son de rápido crecimiento y podrán disfrutar nuestros tataranietos, aquello se ha convertido en un retrete multiespecies. Sí, multiespecies, lo que redunda en la modernidad del lugar. Varios de los caminos, sobre todo los más cercanos a los edificios y colegios de Fátima o Carlos III, están repletos de deposiciones caninas, hasta límites difíciles de creer, lo que incluye en ocasiones aceras de acceso desde el barrio. Al margen de las zonas más sucias, no queda un sendero sin regalitos. Además el sitio tiene zona canina, por lo que todo está surtido en mayor o menor medida por los excrementos de estos animales. E insisto, en varias áreas se trata de una verdadera pocilga.

Pero hete aquí que encima, varios días a la semana, llega un rebaño de ovejas para comerse la vegetación, que no sé si será una medida de apoyo a las plantaciones mediante el ramoneo y el abono o cosas del pastoreo. El caso es que, como un ejército ovino, el rebaño realiza sus incursiones, dejando a su paso, cómo no, otra más que notable muestra de lo que llevan en sus intestinos. Finalmente, la combinación de excrementos de todo tipo se convierte en un verdadero festival para los sentidos del que es imposible escapar, un sueño para los escarabajos peloteros.

¿Y con respecto a la pregunta que iniciaba el artículo? Lástima, la respuesta es no. Y añadir al paseo deportivo un conteo a ojo me parece excesivo incluso para mí, aunque no lo descarto como ejercicio mental añadido. Entre tanto, personas de todas las edades, niños y familias acuden a diario a una supuesta zona verde más bien transformada en negra ante el aluvión de heces, una verdadera exageración.

Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis... quizá en un próximo artículo traiga ya cifras concretas.