aventuras en un sancheskiÁlvaro García de Luján Sánchez de Puerta

Póngame otro Belmonte, jefe

«Si algún insensato me preguntara qué demonios tengo mejor qué hacer, le contestaría que nunca levantarme de la cama antes de las nueve»

Un belmonte, para los neocastizos que aún vamos con pantalón pitillo, playeras de importación y pelo enmarañado, es decir, ataviados con prendas de dudoso gusto, siempre ha sido, pues eso, un belmonte.

Un belmonte es un café espresso, pizca de leche condensada y chorreón de brandy originario de las Destilerías llamadas del mismo nombre y oriundas del sudeste español. En su defecto, vale cualquier otra destilería de brandy carpetovetónica. Es importante, también, que se sirva en vaso de cristal abrasador, humilde y humeante, cogerlo después con las puntas de los dedos pulgar e índice, y saborearlo con parsimonia, como un tipo antiguo y sin demasiada prisa.

Pero eso sirve para el resto de España. Porque aquí, en Córdoba, pedir un Belmonte es otra cosa. Y no me refiero al matador de toros. Dios me libre. Y es que me refiero al escultor apellidado de igual manera y a sus creaciones.

Belmonte -no el café, ni el matador- bien pudiera ser el escultor del aparato de cualquier partido cordobés al modo de aquellos poetas supuestamente adheridos al Anterior Régimen.

Varias de sus esculturas salpican algunos rincones entrañables de nuestra ciudad e, incluso, hay una ruta de belmontes, donde admirar ojipláticos su inenarrable obra, entre lo kitsch y lo naif. Pues bienvenido, dirán ustedes. Seguro que con razón. Quién soy yo.

Una mañana cualquiera que no tenía por qué ser mala, leí en estas páginas que el aparato de un partido -yo qué sé cuál- ha encargado a Belmonte -no el café, ni el matador- una nueva estatua conceptual y molona conmemorativa por el Día de la Bandera de Andalucía que, al parecer se celebra el día cuatro de diciembre. En Las Tendillas, nada menos. Qué cosas. Y yo con estos pelos.

Resulta que mañana es el día pergeñado por el andalucismo histórico -qué no lo es, a estas alturas- y, al parecer, unos señores con barba mal afeitada -otra cosa es una barba de capitán de marina mercante- se juntarán a conmemorar el día de la patria andaluza y, quién sabe, inaugurar la nueva estatua de Belmonte -no el café, ni el matador-.

Me pillarán ocupado para poder asistir pero si algún insensato me preguntara qué demonios tengo mejor qué hacer, le contestaría que nunca levantarme de la cama antes de las nueve, desayunar un belmonte -no el escultor, ni el matador-, pasear por algún barrio conflictivo con cadena de oro al cuello, tomar el aperitivo por Santa Rosa, siesta en sillón orejero o -en su defecto- en el banco de un parque, leer una cualquiera de Sven Hassel subido en un andamio, huir de mujeres empoderadas, acercarme después a los billares a echar un futbolín, beber cerveza con el Tío Mike, volver a casa, y ver una película de Bud Spencer y Terence Hill junto a un brasero hasta la duermevela.

Incluso, escuchar un recopilatorio de grandes éxitos de Milli Vanilli.

Pero no, no creo que tenga tiempo de acercarme a menos de doscientos metros de la nueva estatua de Belmonte. El escultor. No el café, ni el matador.