La verónicaAdolfo Ariza

Pemán y la memoria histórica

No hay un propósito de desagravio en lo que sigue. Tampoco el rigor histórico y específico del dato que pudiera refutar la injusticia y sanar la desmemoria «¿histórica?». Mi aspiración es mucho más humilde y pasa sencillamente por el relato de algunas de las sensaciones que he experimentado en los últimos días con la relectura que hecho, junto con un grupo de alumnos, de la obra de teatro El Divino Impaciente de José María Pemán.

Es tremendamente sugestivo acudir a la que Pemán llamó Confesión General – comienza diciendo «Yo pecador… Yo me confieso, lector» – con la que introducía y prologaba la edición de sus Obras Completas en 1943. Allí habla Pemán, en el más que enrarecido y enconado ambiente de la España del año 1933, de una cierta «nube de inconsciencia» con la que estaba viviendo sus propias circunstancias y el contexto de sus días. Salta a la vista que «la nube de inconsciencia» debía ser mucho más lúcida y consciente de lo que cabría pensar. Así las cosas no deja de expresar su inquietud por «aquella fila de costosas limusinas a la puerta del teatro» en el que se estrenaba el 22 de septiembre de 1933 El Divino Impaciente. Para Pemán, las limusinas sumaban a «la ‘cuestión religiosa’ ‘la cuestión social’».

En medio de «aquella agitación, temporal y polémica, que envolvía el estreno» y «de pelea y vida política», Pemán solo quiere poner sobre las tablas «aquel trozo de poesía» que aseguraba «dulcemente que la ‘vida interior importa / más que los actos externos’, y que ‘no hay obra que valga nada / si no es del amor reflejo’». De ahí que aseverase: «Mi viña luminosa e inocente vencía a la agitada y chismosa calle madrileña». Carente de falsa humildad reconoce Pemán que «el triunfo de El Divino» se debió, antes que nada, a todo lo contrario de su pretendido carácter polémico: «a su sustancia evangélica, amplia, caritativa; a su limpia intención cristiana». Frente a los que muchos pudieran pensar allí no se encontraron «alfilerazos» o «alusiones mortificantes» sino un San Ignacio que «castigaba la virtud demasiado ostentosa» o un San Javier que «perdonaba al enemigo»; en definitiva, «se encontraron con la Verdad, que ellos conocían polémicamente desfigurada, y que precisamente por presentársela al desnudo, en toda su entraña amorosa, alcanzó sin ruido un máximo valor apologético». Triunfo «la Gracia» y no «el teatro» y mucho menos «la política».

Volviendo a la cuestión social, es clara la preocupación, de tintes casi proféticos, de Pemán. Desde el primer momento está sobre las tablas la inquietud de nuestro autor: -«No vale andar en sermones, y en la misa y el rosario, para que, luego, el diario de la vida siga igual». En los labios del personaje Mansilla, lego de la Compañía de Jesús, adquiere una fuerza inusitada: -«¿De qué sirve que en el templo se hable de amor, si la vista les demuestra lo contrario? Hay mercader sanguinario que a trallazos los revienta…¡y mientras les pega, cuenta los golpes, con el rosario!». Pero es, lógicamente, el personaje de San Francisco Javier el que traduce más a las claras la inquietud de Pemán: -« Mucho besarme la mano, mucho oírme predicar…, ¡pero el mercado de negros no se acaba de cerrar!». La conversación con el Brahman de Macassar – «¡pero un paria y un brahmán no serán nunca lo mismo!» - dará oportunidad a Javier de confesar que a su «Dios le caben todos dentro de su corazón».

Pemán, al menos el Pemán de El Divino impaciente, no es partidario sino de una España que es «peña que cierra por Occidente la tierra que el Mar Tenebroso baña» y «granero de Dios» que «encierra cosecha para inundar el mundo». Una España, y no dos, por la que, aunque «renegase de la fe», estaría dispuesto a poner en la balanza los propios «sufrimientos que sufrió por Ti». El drama es que el «juicio desmemoriado» se ha aplicado «al simple predicador» que se decidió a «predicar el Evangelio».