La ley a medida: manual del sastre político
Cuando el Ejecutivo se pone la toga, el martillo judicial pierde todo el sentido
El Ejecutivo de Pedro Sánchez vuelve a reescribir las reglas del juego con una desfachatez que deja al mismísimo Maquiavelo como un aficionado. La llamada «ley Begoña» no es más que un blindaje con costuras legales diseñado para proteger a los suyos con el estilo de quien cree que el BOE es su diario personal. ¿Que una sentencia molesta? Nada que un decreto bien dirigido no pueda solucionar. Y lo hacen con tal solemnidad que uno se pregunta si esperan una ovación o un premio al cinismo del año.
La retroactividad penal favorable en manos de este Gobierno, es más bien una herramienta multiusos para evitar condenas incómodas. Aquí la separación de poderes no es más que una vieja reliquia para decorar discursos. En la práctica, se ha convertido en una línea de tiza que se borra al gusto. No nos engañemos: cuando el Ejecutivo se pone la toga, el martillo judicial pierde todo el sentido.
El resultado de este numerito legislativo es un torpedo directo a la confianza ciudadana. Porque cuando las normas se amoldan a los apellidos, la justicia pasa de ser un árbitro imparcial a convertirse en el camarero del poder, que solo sirve lo que le encargan. Y aquí está el quid de la cuestión: si hoy se reescriben las reglas para proteger al círculo cercano, ¿quién nos asegura que mañana no se usen para sepultar a los adversarios? Nada huele peor que la arbitrariedad en traje de ley.
El ciudadano de a pie no necesita un máster en Derecho para ver que esto deja un reguero de destrozos. La seguridad jurídica –ese pilar que garantiza que la ley no es un capricho cambiante– queda pulverizada. Las leyes ya no parecen brújulas, sino piezas intercambiables de un tablero político. Y para los abogados, esta reforma es como salir a navegar con un mapa que se redibuja solo cada vez que lo miras. Intentar asesorar a un cliente en este caos es como explicar reglas de un juego cuyos dados están trucados.
Desde el atril nos venden esta maniobra como un acto de «humanización». Sí, como si el problema de la justicia fuese su falta de sentimentalismo y no el colapso que arrastra desde hace décadas. Flexibilizar principios esenciales no es ser humano; es disfrazar de avance lo que no es más que una operación de salvamento VIP. Y todos sabemos a quiénes buscan rescatar.
¿Retroactividad penal favorable? Puede sonar bonito en la teoría. Pero cuando solo beneficia a ciertos nombres y apellidos, pierde el barniz de la justicia y se convierte en un grotesco guiño de connivencia. La verdadera modernización no se hace con decretos oportunistas para blindar a los tuyos, sino aplicando normas justas y coherentes para todos.
Y no se trata solo de estética jurídica. Porque cuando la ciudadanía ve que la ley parece un escenario para los trucos de prestidigitación del poder, el desencanto se convierte en norma y el respeto por el Derecho se diluye. Cada medida de este tipo suma un ladrillo más en el muro de la desconfianza. Y cuando ese muro crece lo suficiente, los gritos de indignación encuentran eco en las urnas, con resultados que ya conocemos.
Para quienes nos dejamos la piel en los tribunales, esta situación es una bofetada diaria. Luchamos por ser defensores de la seguridad jurídica y acabamos siendo los mensajeros de una incertidumbre normativa cada vez más insoportable. Hoy te explicas con una certeza; mañana, las reglas han cambiado y el cliente te mira como si le hubieras vendido humo. La justicia se ha convertido en un puzzle cuyos bordes cambian según el viento político.
Mientras tanto, los expertos y asociaciones alzan la voz y advierten del daño irreparable que esto causa. Pero en el escenario mediático actual, las declaraciones incómodas duran lo que tarda el próximo escándalo en ocupar los titulares. Lo único que permanece es la sensación de impunidad, esa sombra omnipresente que ahoga la confianza en el sistema.
La modernización real de la justicia no pasa por alfombras rojas legislativas ni reformas con dedicatoria. Pasa por recursos reales, por tiempos razonables y por una digitalización efectiva que no se quede en promesas. Y, sobre todo, pasa por respetar los principios que convierten la justicia en un derecho y no en una herramienta para arreglar líos de despacho. Abrir la puerta a la retroactividad según convenga es como perforar la base de un dique: una vez que el agua entra, no hay quien la contenga.
Este «avance» es, en realidad, otro capítulo más del manual del oportunismo. Un recordatorio de lo que sucede cuando el poder se acostumbra a retorcer las normas hasta que estas crujen. Y cuando la regla se parte, lo que se rompe no es solo el papel donde está escrita, sino la confianza en todo el sistema. Reconstruirla, si es que se puede, llevará algo más que buenas intenciones. Nos costará generaciones enteras.