Pulso legalÁlvaro Caparrós Carretero

La pringá que nos pringa: intoxicaciones, responsabilidades

«Dejemos que las autoridades hagan su trabajo y que los jueces decidan quién tiene que pagar por esta pringá monumental»

Córdoba, nuestra querida ciudad, vuelve a estar en boca de todos. Pero esta vez, el motivo no es ni una cata flamenca ni el Guadalquivir reflejando la Mezquita al atardecer. No. Lo que nos ha puesto en el mapa es una intoxicación masiva con unos protagonistas tan humildes como peligrosos: los montaditos de pringá.

Según las noticias, un éxito gastronómico convertido en un arma de destrucción intestinal, con decenas de afectados y, tristemente, una persona fallecida. Por supuesto, las preguntas que surgen son muchas: ¿Qué ha fallado? ¿De quién es la culpa? Y, sobre todo, ¿qué papel tienen las reseñas que han señalado directamente a un establecimiento concreto, incluso antes de que se confirme si fue realmente el responsable?

Si analizamos el caso desde el punto de vista jurídico, la cosa no es nada sencilla. La intoxicación alimentaria, en términos legales, se puede considerar un delito contra la salud pública. Este tipo penal no es para bromear: el Código Penal español prevé penas de hasta seis años de prisión si se demuestra que hubo negligencia grave en la manipulación o conservación de los alimentos. Ahora bien, la clave aquí será determinar dónde y cómo ocurrió el desastre. Porque, aunque las bacterias no entienden de fronteras, los jueces sí.

En el plano civil, también tenemos mucho que rascar. La responsabilidad civil derivada de estos hechos obligará al establecimiento responsable a indemnizar a las víctimas. Y aquí no hablamos solo de los gastos médicos, sino también del daño moral. ¿Cómo se calcula el precio del trauma de no volver a mirar un montadito sin sospechar que puede ser el último?

Si algo caracteriza a nuestra época es que la justicia no solo se imparte en los tribunales, sino también en Internet. Tras conocerse la noticia, las reseñas sobre el establecimiento presuntamente implicado comenzaron a multiplicarse como hongos, algunas con un odio que ni Quevedo escribiendo contra Góngora. El problema aquí es doble. Por un lado, tenemos el juicio paralelo que arruina la reputación de un negocio antes de que nadie haya demostrado nada. ¿Y si no fue ese bar? ¿Y si la pringá mortal era de otro sitio?; líbreme yo de defender a quien haciendo mal su trabajo provoca lo sucedido, pero eso tiene que determinarlo un juez. Las reseñas negativas se quedan, mientras que el honor y los clientes tardan años en recuperarse.

Por otro lado, también está la posibilidad de que el establecimiento sea efectivamente culpable. En ese caso, las reseñas funcionan como una especie de advertencia comunitaria, un «No entres aquí, buen vecino, que esta pringá te lleva al destino divino», ayudando al prójimo a no correr el mismo destino . Pero esta dinámica, por muy útil que parezca, también puede convertirse en una caza de brujas digital.

Aquí entra en juego el equilibrio entre la libertad de expresión y el derecho al honor. Las críticas online no son un campo sin ley. La jurisprudencia ya ha dejado claro que acusar a un negocio de algo tan grave como causar una intoxicación puede considerarse difamación si no hay pruebas. Y si alguien decide llevar el tema a los tribunales, el autor de la reseña podría enfrentarse a una demanda por daños y perjuicios. En otras palabras: si no tienes un informe sanitario que respalde tu crítica, mejor cállate.

Más allá de las consecuencias jurídicas y económicas, lo más grave de este tipo de casos es la pérdida de confianza. Vivimos en una época en la que comer fuera ya es bastante caro como para que encima sea un deporte de riesgo. Y eso, en una ciudad como Córdoba, donde la gastronomía es casi una religión, duele. Duele mucho. Pero qué queréis que os diga. A lo mejor todo esto sirve para que dejemos de buscar restaurantes con cinco estrellas y volvamos a confiar en la vieja y confiable técnica de preguntar a la vecina. Esa que siempre sabe dónde ponen los mejores flamenquines y nunca se equivoca.

Mientras tanto, tengamos paciencia. Dejemos que las autoridades hagan su trabajo y que los jueces decidan quién tiene que pagar por esta pringá monumental. Y, sobre todo, recordemos que la verdadera justicia no se cocina en un teclado, sino en un juzgado. Aunque, si me lo preguntáis, lo que de verdad necesitamos es que alguien legisle contra los montaditos de pringá de dudosa procedencia o más control sanitario por parte de las autoridades. Porque, sinceramente, nadie debería morir por una tapa.