El sábado santo es el día más indicado para contemplar el misterio pascual de la pasión-muerte-resurrección del Señor en el que converge y actúa toda la historia de la salvación. A esto invita la Liturgia proponiendo una serie de lecturas escriturísticas que tocan las etapas más importantes de esta historia maravillosa, para después concentrarse en el misterio de Cristo. Ante todo, viene presentada la obra de la creación (1ª lectura), salida de las manos de Dios y por él contemplada con complacencia: «Y vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno» (Gen 1, 31). De Dios, bondad infinita, no pueden salir más que cosas buenas, y si, demasiado pronto, el pecado viene a transformar toda la creación, Dios, fiel en su bondad, planifica inmediatamente la restauración, que realizará por medio de su Hijo divino. De éste aparece una figura profética en Isaac, a quien Abrahán se dispone a inmolar para obedecer el mandato divino (2ª lectura); y si Isaac fue liberado, Cristo, después de haber sufrido la muerte, resucitará glorioso. Otro hecho notable es el milagroso «paso» del Mar Rojo (3ª lectura) realizado con la intervención de Dios, por el pueblo de Israel, símbolo del bautismo, mediante el cual los que creen en Cristo «pasan» de la esclavitud del pecado y de la muerte a la libertad y a la vida de hijos de Dios. Siguen bellísimos textos proféticos sobre la misericordia redentora del Señor, quien, a pesar de las continuas infidelidades de los hombres, no cesa de desear su salvación. Después de haber castigado las culpas de su pueblo, Dios lo llama a sí como el cariño de un esposo fiel hacia la esposa que lo ha traicionado: «Por un instante te abandoné, pero con gran cario te reuniré…; con misericordia eterna te quiero -dice el Señor, tu redentor-» (Is 54, 7-8). De ahí la apremiante invitación a no dejar pasar en vano la hora de la misericordia: «Buscad al Señor mientras se le encuentra, invocadlo mientras está cerca; que el malvado abandone su camino, y el criminal sus planes; que regrese al Señor, y él tendrá piedad; que vuelva a nuestro Dios, que es rico en perdón» (Is 55, 6-7). Si todo esto es verdad para el pueblo de Israel, mucho más lo es para el pueblo cristiano, hacia el cual la misericordia de Dios ha alcanzado el vértice en el misterio pascual de Cristo. Y Cristo, «nuestra Pascua», Cordero inmolado por la salvación del mundo, incita a todos los hombres a que abandonen el camino del pecado y vuelvan a la casa del Padre, caminando «a la claridad de su resplandor», con la alegría de conocer y hacer «lo que agrada al Señor» (Bar 4, 2.4).
La historia de la salvación culmina en el misterio pascual de Cristo, se hace historia de cada hombre mediante el bautismo que lo inserta en este misterio. De hecho, por este sacramento «fuimos sepultados con él [Cristo] en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos…, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rom 6,4). Con estas disposiciones, podemos considerarnos dispuestos a proclamar el Aleluya y asociarnos al gozo ante el anuncio de la resurrección del Señor.
En el sábado santo, María guarda silencio, envuelta en dolor, pero firme en la esperanza de la resurrección de su Hijo. Su fe no vacila, aunque todo parece perdido. Es modelo de espera confiada, corazón que ama sin ver, madre que cree cuando todo calla.
José Luis Moreno
Vicario parroquial de San Andrés Apóstol