Hermandad del Prendimiento a su paso por la calle Lineros

El portalón de San Lorenzo

Recuerdos de Semanas Santas pasadas

Desde el Realejo para abajo un tropel alegre jugaba con sus latas disfrutando de esa piadosa tradición

Nuestra Semana Santa de mediados del siglo pasado era una Semana Santa muy distinta a la actual, con las virtudes y los defectos que aquella Córdoba le impregnaba. Los actos litúrgicos llenaban toda la Cuaresma con gran solemnidad, procurando contar con los mejores predicadores. Se anunciaban en vistosas convocatorias que los diligentes y anónimos «Maños» de siempre repartían por todas las iglesias y conventos. Hay que tener en cuenta que, antes de las reformas litúrgicas del Vaticano II, las misas no solían tener homilías, que se limitaban a las ocasiones y misas solemnes como éstas.

Incluso durante la II República, con sus limitaciones legales y no legales para expresar libremente la fe, fue muy comentado en su época el sermón que echó un fraile al que apodaban Juanito, del Carmen de Puerta Nueva, que fue sacado a hombros después de la homilía pronunciada en la iglesia de San Nicolás de la Villa. No es de extrañar que ese convento y el de San Cayetano estuviesen en el punto de vista de los incendiarios anticlericales.

El caso es que los quinarios y otros actos similares tenían una gran participación de fieles, y las iglesias se abarrotaban. Ya he comentado otras veces cómo en San Lorenzo, que no es precisamente un templo pequeño, tenían que poner altavoces en el portalón para que los que se habían quedado fuera en los quinarios del Calvario pudiesen seguir el sermón de grandes predicadores como el Padre Bernardo Martínez Grande, el Padre Royo, el Padre Alberto Riera, el Padre Cándido Aníz, el Padre Constantino, el Padre Capó Boch, el Padre Cué, el Padre Tarín, el Padre Castro, los canónigos José María Gallegos (antes de la guerra), Antonio García Laguna, don Juan Jurado Ruiz, etcétera.

Estos predicadores se subían con gran ceremonia a los púlpitos (también desaparecidos), acompañados de dos hermanos de la Hermandad que organizara el acto. Los asistentes esperaban en silencio y expectantes sus palabras, que acostumbraban a tomar como núcleo central las "obras de misericordia”, introducidas en la catequesis del Cristianismo desde el año 1363 y que ahora están prácticamente en el olvido. Al final de aquellos largos sermones se solían entonar los cánticos de «Perdón, oh Dios mío, perdón», que ya tampoco son habituales. Entonces los fieles pedían perdón por sus pecados, mientras que hoy parece que son ellos los que «perdonan» a la Iglesia, y a veces ésta da la impresión de que se quiere «hacer perdonar».

Se ha relativizado el bien y mal, y todo vale con tal de que a cada uno le vaya bien o, al menos, no moleste. Todo el mundo es bueno. Y si alguien comenta algo del pecado y las malas obras, fácilmente le responderán: "Eso era antes”.

Los costaleros

Al hablar de «costaleros» quiero mencionar a la cuadrilla de gente joven que preparó Ignacio Torronteras Paz para la Virgen de los Gitanos de Santa Marina, hoy en San Andrés. En los años 70 del siglo XX, tras la pionera de la Expiración de San Pablo, esta cuadrilla fue una de las primeras de Córdoba formada por hermanos y no por personal contratado. Significó un antes y un después en el modo y costumbre de sacar los pasos de Semana Santa, por lo que ha sido de justicia que el Ayuntamiento de Córdoba se acordase de Ignacio Torronteras a la hora de asignarle su nombre a una plaza pública de la ciudad para que sirva de permanente recuerdo en el mundo cofrade.

El ejemplo de estos pioneros se fue propagando y aparecieron cuadrillas en otras hermandades. Es de justicia citar aquí la que se formó en 1978 en torno a la Hermandad del Prendimiento, que aún a día de hoy es de las más numerosas e importantes de Córdoba. Su creación fue apoyada en todo momento por Francisco Figueroa Cruz, que se preocupó de que la Hermandad contase con su propia cuadrilla de costaleros. Inicialmente estuvo formada, entre otros, por Manuel Polonio, Sánchez Morales, Jesús Camacho, José Galán, Carlos Vizcaíno, Antonio Luque, Antonio Herencia o Manuel Bonilla. Estuvieron a las órdenes de Antonio Roig y luego de Manuel Ramírez, revolucionando el concepto de costalero. Aparte de su buen hacer, hay que reconocerles también su gran solidaridad con otras hermandades que anduvieran escasas de costaleros: allí estaban ellos para prestarles los que hicieran falta.

Como se ha indicado, antes de la aparición de los hermanos costaleros sus labores eran realizadas por faeneros contratados, tanto para llevar los pasos a hombros (los menos) como a ruedas. Por la dureza del trabajo, solían ser trabajadores de la estación o de las lonjas, acostumbrados a cargar y descargar objetos pesados porque, además, debajo de los pasos iba mucha menos gente que hoy día. Si la creación de estas cuadrillas de faeneros hubiese sido un siglo antes, sus puestos habrían estado copados, sin duda, por los esforzados gallegos que eran contratados entonces para realizar los pesados portes por nuestra ciudad.

De estos faeneros recuerdo (o me contaron) que colaboraron sacando pasos de hermandades de mi barrio a sagas como los Quiles, Jiménez, Aguayo, Castilla, Gavilán, Acaíñas o Asaura, algunos con mote incluso, como Los Demonios, o personajes singulares como El Cortezas o Paco, el marido de La Guapa. Cuando ser costalero fue ya cosa de la gente joven del barrio se metieron debajo de aquellos pasos, que iban fundamentalmente sobre ruedas, los Luque Villalobos, Aljama, Morales, González, Lesmes, Cuevas, El Tormenta, Rafael El Kopa, Rafael El Joe, El Zurdo... Poder participar sacando pasos se solía disputar en Casa Ogallas, taberna ubicada en la plaza del Corazón de María, porque la popular relación de los costaleros con nuestras tabernas viene de lejos.

Los legionarios

Cuando la Carrera Oficial incluía la calle Capitulares (entonces Calvo Sotelo), las hermandades de San Pedro, Santiago o San Francisco estaban obligadas a dar un gran rodeo que nos beneficiaba a los que vivíamos en San Lorenzo, pues estaban obligadas a pasar por ahí.

Entre estas hermandades estaba la de La Caridad, y aunque los puristas nombrados a sí mismos guardianes del «tarro de las esencias de la Semana Santa» pongan el grito en el cielo, disfrutábamos especialmente con el desfile de sus legionarios. Realizaban sus vistosos 'cruces' en la plaza de San Lorenzo, poco antes de encarar la calle Santa María de Gracia, entre las tabernas de Casa Manolo, Minguitos y Huevos Fritos, cerca también del puesto de verduras de la simpática Picaílla, que se ponía ese día su mejor delantal para presenciar las procesiones desde su balcón.

Antes de llegar a este cruce, en la puerta de Lola Soler, la carnicera del Arroyo de San Lorenzo, estaba sentada casi siempre Soledad Muñiz, la mujer de Gustavo Fuentes, el guardia municipal que llevaba con orgullo tener como número el 1º. Un año, esta mujer, muy emocionada, hizo ostentosas palmas ante el paso de la Legión: en sus filas iba su hijo al que apodaban El Chico. Ese día también desfilaban como legionarios Rafael, el hijo de Amparito; el hijo del platanero Pepín, el hijo de La Callanda y El Mono, hijo de Carmen La Larga, de la calle Escañuela. No vinieron en esa ocasión Federico y José Jiménez, los simpáticos mellizos de la calle Abéjar. Todos ellos eran jóvenes conocidos del barrio, algunos con un pasado y unas perspectivas en su juventud poco halagüeñas, que habían rehecho su vida en el Tercio de Extranjeros.

Tanto nos gustaban a los chavales estos desfiles, que algunos se dedicaban a imitarlos. Los Larrea, de la Cova, Tejero, Gutiérrez, Molina, Yáñez, Cocoros, Duarte, Lápiz, Medina, y tantos y tantos que ya no me acuerdo, encabezados por los hermanos Luis y Lolo Ranchal, montaban un desfile marcial de chavales 'legionarios' por las calles Montero, San Juan de Letrán, Costanillas y alrededores. Para nada les importaba que aún no estuviesen empedradas o adoquinadas, porque el ritmo de los pasos y el orden no lo perdían. La mayoría de ellos habrán ya fallecido o peinarán canas, pero siempre nos quedará el magnífico recuerdo de su sana juventud.

El arrastrar de latas

Muchos símbolos y liturgias de aquellas Semanas Santas se han perdido con el paso de los años, no sabemos si porque la Iglesia los ha prohibido o por dejadez y desidia. Ya no se oyen las matracas que sustituían los días de los Oficios a las campanas, ya que no podían tocar por respeto a la muerte del Señor, ni tampoco las imágenes del Señor se cubren esos días en las iglesias para realzar el drama de la Pasión.

Por aquellos años cincuenta del pasado siglo XX la liturgia de la Iglesia nos enseñaba que el Señor resucitaba a las doce de la mañana del Sábado Santo. Ante ese momento, todos los chiquillos, con la ayuda de nuestras madres, nos procurábamos un montón de latas para, mediante una cuerda, poder arrastrarlas en señal de alegría cuando diese esa hora. Era una costumbre en la que participaban todos, fuesen niños o niñas, o de mayor o menor estatus social. En esto último quizás sólo se notase el número de latas porque, aunque nos parezca extraño, esos años eran un objeto difícil de conseguir por su valor.

Así, desde el Realejo para abajo un tropel alegre jugaba con sus latas disfrutando de esa piadosa tradición. Los vecinos aceptaban de buen grado aquel bullicio ensordecedor, e incluso se destacaba a aquellos que tuvieran más latas y, por tanto, hiciesen más ruido. La alegría verdadera que nace de lo más sencillo, reflejada en la felicidad de esos niños, inundaba el ambiente ¡Jesús había resucitado! Qué diferente era todo...

Un año de esos de finales de los cincuenta mi amigo José Montero 'El Pillo', nunca mejor dicho, tras estas celebraciones vio un gran grupo de latas que estaban amontonadas sin la presencia aparente de sus dueños. Así que aprovechó para cogerlas y las llevó a la chatarrería del Huerto del Rosal, en la calle Ruano Girón, con el fin de venderlas y sacar un dinerillo. Porque, acabada la Semana Santa, había que volver al duro ganarse el día a día.