El quiosco El Coyote, de Julio, en la calle Guzmán el BuenoEl Debate

Madrid

El quiosco de Julio

Julio tiene un quiosco de prensa en la calle Guzmán el Bueno. Es grande, el quiosco también, lleva una gorra madrileña, el quiosco no. Tiene su chiringuito adornado con difusas fotos, en color desvaído por el sol, de la familia y un escudo en madera del Atlético de Madrid.

Julio tiene un vozarrón ronco, con el que saluda a la clientela habitual. Tiene tres hijos. Al mayor, cuando era pequeño, le contaba carreras de bici inventadas para acostarle: «Va subiendo tu amigo Manolo, está en cabeza del pelotón, escala la montaña con fuerza, se acerca a la meta, pero tú empiezas a pedalear más y más, te esfuerzas a tope y ¡ganas!». Los nervios del chico se trocaban en alegría por su fingida victoria en la vuelta ciclista. Le entusiasmaba y daba la vida, pero no le hacía dormir ni de lejos.

Julio abomina de otro hijo porque le ha comprado una tablet electrónica de esas a un nieto de dos años: «Todo el día dándole a un botón para que se cambie la pantalla, sin correr ni saltar con otros niños. Así no se tienen amigos ni enemigos». Si el vídeo mató a la estrella de la radio, las maquinitas han acabado con los juegos de la infancia, con las chapas, con el churro, mediamanga, manga entera, con el frontón en la pared de la iglesia…

Julio es una institución en el barrio, si me apuran casi tanto como el enorme cuartel de la Guardia Civil

Julio recuerda las casas de socorro, donde tras las dreas, apócope de pedreas o luchas a pedradas entre chavales del barrio, iban a que les dieran un par de puntos a los escalabrados, sin lloros ni alharacas. Y luego a jugar todos juntos porque eso es lo que tenía el barrio, sin rencores ni venganzas ni programas especiales de bullying de algunas cadenas apesebradas en el erario público.

Julio es una institución en el barrio, si me apuran casi tanto como el enorme cuartel de la Guardia Civil de la acera de enfrente que no tiene un Julio por bandera. Le gusta repartir chupachups entre los críos que aún quedan en la zona. «Cuando me muera, dice, tengo encargado que peguen esa silla a la pared y a mí que me sienten en ella disecado con las manos llenas de chupachups para la chavalería».

Julio es como un viejo ogro que no da miedo, que adora a los niños, habla en plata con sus clientes aún apegados al papel y la tinta y reniega de cualquiera que no empiece la conversación dando los buenos días.