Entre legionarios

Un armario tallado, enorme, pesado y cinco legionarios lo portan cruzando el patio del cuartel de La Concepción: «Jamás un legionario dirá que está cansado hasta caer reventado...»

Y todos llegan, borrachos o serenos, y en sus miradas al frente se pierde la historia de cada cual mientras la canción con que cortan el aire les hace uno. Y sonríen bajo los gritos cortos y secos que ordenan sus movimientos. Soñarán con bayonetas.

Todos legionarios

La Subinspección de La Legión estaba en Leganés. Una noche un vehículo llega patinando y sube los primeros escalones del cuartel. El legionario en la puerta apresta el fusil y grita para advertir a la guardia. Del coche amarillo sale raudo un hombre que cruza como una exhalación la puerta del cuartel. Tras él llega un vehículo de Policía y los maderos corren hacia el interior del acantonamiento, pero dos fusiles se cruzan ante ellos, impidiéndoles la entrada. «Abran paso, perseguimos a un delincuente», gritan los policías agitando los brazos ante la mirada pétrea de los centinelas. El sargento legionario Roberto les indica con la mano que esperen y entra en la dependencia. Dentro dos legionarios sujetan al paisano huido. Con un gesto, el sargento Roberto ordena que le sigan los tres. Abre un cajón y pone sobre la mesa un contrato de cinco años de enganche al Tercio. Dice escueto: «O firmas o a la calle». El malhechor le mira con los ojos desorbitados y balbucea. Roberto ignora sus justificaciones, pone el bolígrafo en su mano y el hombre firma compungido. El sargento sale a la puerta donde le esperan los dos agentes que le demandan que entregue al huido. «En este cuartel sólo hay legionarios». El poli más joven protesta airado, pero el veterano le pone la mano en el hombro: «Entendido. ¿Cuánto?». Roberto enseña los cinco dedos de su mano. El policía viejo sonríe: «Como mucho le iban a caer tres años. Ahora mandamos una grúa para quitar este coche de aquí. Buenas noches». Cada uno será lo que quiera, nada importa su vida anterior.

Sudor

Un armario tallado, enorme, pesado y cinco legionarios lo portan cruzando el patio del cuartel de La Concepción: «Jamás un legionario dirá que está cansado hasta caer reventado...». El sargento pregunta: «¿Pesa?». Un ingenuo contesta: «Sí, mi sargento». Y el suboficial decide: «Que se quite uno entonces». El más rápido fue el más veterano. Los demás, chorreando de sudor, llevaron el mueble hasta el despacho del general Pallas, en cuya tarjeta de visita figuraba como título «señor soldado». Esa confusión le costó meses de pelotón de castigo al Cartero, que creyó haber mangado un paquete a un pistolo de infantería.

Les llevaron a Montejaque, a cortar los hierbajos, a cambiar el fusil CETME por el pico y la pala, y lo bautizaron con humor como campo de concentración y exterminio Montehaussen número 1, no sabían aún que estaban construyendo la cuna del renacimiento del Tercio Alejandro Farnesio.

Sangre

La generosidad no perdía ocasión. Un par de legionarios se chamuscaron en Ronda sacando niños de un incendio porque los bomberos no llegaban. En otra, se produjo un accidente y, como siempre, los del Tercio son los primeros en ir a donar sangre: el Bici, el Guaje, el Cartero, Totenkopf… La enfermera le pregunta al legionario Pons Sabarich: «¿Grupo sanguíneo?». Contesta raudo el catalán en posición de firmes: «Larios positivo, señora». Posiblemente fuera verdad.