Crónicas castizas  El hogar de los desechados

El centro era un guirigay de gritos, voces, llantos y golpes. Uno de los críos se golpeaba la cabeza contra el muro y necesitaba una persona para abrazarle pues, en cuanto se quedaba solo, volvía a hacerlo

Hace mucho tiempo, el siglo pasado, unos hermanos, scouts ellos y menores de edad, acudían como voluntarios a un hogar, regentado por monjas, en cuya puerta abandonaban a bebés, niños deformes, con capacidad intelectual reducida o todo a la vez.

La casa estaba lejos, tras salir del metro había que recorrer un descampado hasta llegar a la «morada de los prescindibles». Cuando entrabas, los niños corrían hacia ti, te tocaban, se abrazaban, se pegaban ansiosos. Comenzabas distribuyéndoles en las mesas para hacer cualquier actividad sencilla, sin avance alguno de un fin de semana a otro.

El centro era un guirigay de gritos, voces, llantos y golpes. Uno de los críos se golpeaba la cabeza contra el muro y necesitaba una persona para abrazarle pues, en cuanto se quedaba solo, volvía a hacerlo. Otro, en realidad otros, se mecían en un movimiento constante de adelante hacia atrás, haciendo sonidos inconexos con la boca. Alguno más crecido había descubierto el vicio de Onán y no se recataba, en su inocencia, de practicarlo en cualquier parte. Todos eran varones.

Muchos, incapaces de resistir la dura experiencia, no regresaban

Las monjas se multiplicaban cual si de San Vicente Ferrer se tratara, pero hacía falta mucha ayuda y alguna gente, poca y de tarde en tarde, acudía a echar una mano para salir rotos, llorando con el alma y con los ojos al terminar la jornada. Muchos, incapaces de resistir la dura experiencia, no regresaban. Todos los días comenzaba todo de nuevo y tampoco la noche era un descanso pues no todos dormían. Era una obra permanente, un quehacer que no se detenía, sin vacaciones ni descanso, sin apenas avances.

El lugar olía a galletas con leche, el desayuno y la cena habituales que había que dar con extrema paciencia a niños con la mirada ida que acaso un momento fugaz fijaban sus ojos en los tuyos y te mostraban un universo diferente, anhelante de cariño y comprensión. El pan y las galletas se derramaban de sus bocas a las mesas, a la ropa. Cuando ayudabas a acostarles había que limpiarles, ponerles el pijama, angustiados cuando les metías el atuendo por la cabeza y dejaban de ver por unos instantes. Te sorprendías porque a algunos los ataban a sus lechos. Hedía a leche caliente y a orina, a humanidad. Desde entonces no he podido tomar leche caliente sola. El olor me lleva a ese pasado.

No hay seres humanos sobrantes ni desechables

El primer día que acudían los voluntarios no podían evitar un respingo, cuando no una imprecación, al cruzar una puerta y encontrar un adolescente de rostro descarnado, con un agujero en lugar de la nariz, sin labios, una calavera andante. La cabeza le funcionaba de aquella manera, pero su extrema fealdad exterior hizo que alguien le abandonara de bebé en la puerta de ese hogar. Con los años, era uno más en el estresado equipo de las monjas y estaba acostumbrado a los sobresaltos del primer vistazo. A la inversa, su alma era hermosa.

Como todo tiene nombre, inspirados por la praxis de San José Benito Cottolengo, estos hogares eran conocidos popularmente como «Cottolengos», para defender con hechos que no hay seres humanos sobrantes ni desechables.

Sobre el hogar flotaban las palabras de San Pablo a los Corintios: «Si yo hablara lenguas humanas y angélicas, y no tengo caridad, soy como metal que resuena, o címbalo que retiñe. Y si tuviera profecía, y entendiera todos los misterios y toda ciencia; y si tuviera toda la fe, de tal manera que traspasara los montes, y no tengo caridad, nada soy… permanecen la fe, la esperanza, la caridad: las tres virtudes. Pero de ellas la más grande es la caridad».

Desde luego Dios hizo algo para aliviar ese sufrimiento que no podemos comprender: nos ha hecho a nosotros.