Tercio 'Gran Capitán' 1 de la LegiónEuropa Press

Crónicas Castizas | Defensa  El coronel Patricio

Pidió la baja del servicio para poder atender en su enfermedad a su esposa, a la que amaba con locura tras muchos lustros de matrimonio. Era muy suyo

El coronel Patricio era especial, tenía carácter, vamos que era puñetero. No son cualidades extrañas en los que llevan tres estrellas de ocho puntas. A veces era tan prolijo en las instrucciones que hacía que se perdieran hasta los sherpas. En una ocasión, un joven oficial a sus órdenes cuando acabó de recibir las instrucciones de su boca, desde estricta posición de firmes, le replicó: «Entonces, mi coronel, ¿me ha dicho qué…?». Es una historia africana, tan vieja que ahora el joven oficial es un general retirado.

Esa perseverancia tan suya salvó vidas. Estando en su casa, oyó unas voces pidiendo auxilio del piso de arriba. Su vecino había sufrido un ataque al corazón y su esposa encinta clamaba requiriendo ayuda. Ni corto ni perezoso, Patricio subió y estuvo tres cuartos de hora haciéndole masaje cardiaco y el boca a boca a su vecino hispanoamericano hasta que llegaron los servicios de emergencia, es un decir lo de emergencia, que declararon ante la mujer que el coronel le había salvado la vida con su rápida respuesta y su perseverancia en la misma: 45 minutos sin parar. Patricio estuvo varios días sin poder mover los brazos del esfuerzo con la satisfacción del deber cumplido, pero sin fuerzas para llevarse la mano a la gorra y devolver el saludo en el cuartel.

Bancos y mendigos

Cuando fue a casarse su hija en una iglesia castrense de Madrid, el coronel fue a ver otra boda anterior para estudiar el terreno. Poco convencido de lo que vio y dando la lata como solo él sabía hacerlo, asedió hasta convencer al sacerdote de la parroquia para cambiar la distribución de los bancos dentro del templo a su capricho. El cura solo puso dos condiciones: que los moviera él sin requerir la ayuda del paciente párroco y que, tras la ceremonia, volviera a ponerlos como estaban tradicionalmente.

El coronel aceptó el acuerdo, aunque no entendió por qué tenía que dejarlos como antes si su distribución era mejor, pero se había salido con la suya como tenía por costumbre desde sus lejanos tiempos de estudiante en el Colegio El Pilar. Para cumplir su objetivo convocó a los mendigos que había en la puerta de la iglesia y a allegados y colegas profesionales de estos. Los contrató y los puso manos a la obra dirigiendo al personal reclutado, con voces secas y cortantes como solo sabe hacerlo un coronel de Artillería o un sargento de la Legión.

Durante la boda, el coronel Patricio sonrió ampliamente al ver la nueva distribución de las bancadas que daba más prestancia al enlace en su magín. A algunos de los invitados, los más perspicaces, al entrar, les llamó la atención el gran número de menesterosos en la puerta del templo, que esperaron toda la ceremonia casi en formación para restaurar los bancos a su forma original y cobrar lo prometido.

La historia no hubiera trascendido, pero, el caso es que, entre los mendigos, había agentes del servicio de Información de la Guardia Civil que hacían prácticas de camuflaje disfrazados de menesterosos y, voto a Bríos, que eran los que mejor daban el pego: barbudos, greñudos, desaliñados y malolientes. Claro que tenían un punto débil, eran los más jóvenes. Esos pobres guardias plantearon en la calle Vallehermoso, donde tenían su cubil, el problema de qué hacían con el dinero que recibían, tanto de las limosnas como el pago del coronel por servirle como mozos de cuerda en su peculiar mudanza para dar a la iglesia el aspecto que él deseaba. Tras cavilar bastante, los dineros acabaron en los fondos de los Huérfanos del Instituto armado.

Tras pasar por Ceuta, Cartagena y algún gobierno militar, entre otros destinos, el coronel Patricio pidió la baja del servicio para poder atender en su enfermedad a su esposa, a la que amaba con locura tras muchos lustros de matrimonio. Era muy suyo.