Crónicas Castizas El último 1 de mayo en el Berlín rojo
Comemos a las cinco y pico, probamos el nefasto vino alemán y bebemos vodka antes de que quemen la copa, costumbre bolchevique
Una noche, un año antes de la caída del Muro de Berlín, en un bar, aconsejados por Dyc, decidimos ir a ver el último uno de mayo socialista de la República Democrática Alemana. Del entusiasta y nutrido grupo inicial apuntado al viaje quedamos tres: Antonio, Emilio y yo.
Decidimos salir esa noche. A la una, decenas de universos personales, léase insectos, se estrellaban contra el parabrisas, impávidos los viajeros.
Comemos junto al Ródano y tomamos la primera cerveza en Frieburgo, hermosa ciudad estudiantil donde relegan a los ignorantes a atender las oficinas de turismo.
La cena es en Mannheim; allí la camarera se exaspera ante nuestro desconocimiento del germano idioma y nosotros ante su estulticia. Tengo que dibujar un cerdo en una servilleta para que sepa lo que quiero. Empiezo a dudar que allí inventaran la primera bicicleta y el primer automóvil del mundo.
Atraídos por el engañoso nombre, entramos en la discoteca El Alcázar, donde topamos con la vigesimosexta compañía de negros cachas del US Army y alemanas aledañas. Unos tragos rápidos, un soldado detenido por la Polizei a guantazos (one tazos) en medio de la pista y nos vamos a preguntarle a un guardia, modositos nosotros, dónde podemos ir a continuar de parranda. Seguimos religiosamente sus indicaciones y nos metemos en un tugurio oscuro y raro donde moraban las macizas y sus colegas.
A lo que íbamos, en el garito constatamos que el 37 % de las alemanas no llevan mechero y piensan que nosotros sí o somos idiotas, que va a ser que sí, e intentaban ligar y nosotros en la Luna de Mannheim. Nos vamos a que nos pongan una multa por exceso de velocidad. Hablar idiomas nos cuesta 70 marcos. Decidimos ser analfabetos para la siguiente.
En la Alemania comunista
La primera aduana que pasamos en Europa es con la quisquillosa polizei de la República Democrática Alemana, donde nos aceptan gustosos, previo visados y pago de quince marcos, 15, proceso que se repetirá constantemente –el pago– porque nos confundimos entre un lado y otro.
Amplias avenidas y edificios bien cuidados anticipan el Berlín oriental pero entramos por el otro. ¿OstenBerlin es Berlín este? ¡A quién se le ocurre liarla así!
Desayunamos en Jena, en cuyo hotel abolieron el buffet libre después de nuestro paso.
Preguntando por la puerta de Brandeburgo se nos cuela en el coche una alemana audaz que nos aparca junto a la embajada soviética y convence al soldado ruso de la brevedad de nuestra parada, enseñándole un carnet. Silva, que así se llamaba, nos explicó que era miembro del Partido Comunista; miramos sin encontrar cuernos ni otro rabo que el del palestino con quien vive, de la fracción de Arafat de la OLP por más señas. Tiene una hija de seis años –ella, el palestino tiene dos–, padres procedentes del Báltico y un pequeño piso. Ha estado trabajando en la Universidad en proyectos ganaderos hasta que su país se fue al carajo.
Al final somos de los pocos privilegiados que tienen una foto junto a la puerta de Brandeburgo en obras.
Silva nos ofrece su casa para pernoctar, pero optamos por buscar hotel donde nos niegan el techo por falta de personal. Acabamos durmiendo en un pueblo de la RDA.
Por la mañana nos para la Volkspolizei, a la que prometemos por la salud de Marlene Dietrich que no tenemos ni un marco alemán y no hablamos más que español: «¡somos toreros!», les espeta Antonio. Y nos dejan ir. Milagros de no hablar idiomas.
Desayunamos en un bar, que en ese justo momento pasaba de viejo a antiguo, gobernado por un camarero de aspecto aristocrático que nos ofrece café y panecillos con pepino, queso, tomate y algo que recuerda remotamente a la butifarra. Todo envuelto en un aroma a vinagre alienante para los estómagos ibéricos.
La hospitalidad de Silva
Buscamos a Silva, que está en su casa con la puerta abierta, ajena a ladrones, diputados y demás chorizos. Nos la llevamos de cicerone. En una cervecería, atentan contra nuestras vidas con un brebaje, muy del gusto de Antonio, por lo que huimos a otra cantina donde hablamos de la propiedad privada, único tema serio del día dedicado a la marcha atlética por el campo, Silva es así. Emilio y Antonio la miran mal por eso. Comemos a las cinco y pico, probamos el nefasto vino alemán y bebemos vodka antes de que quemen la copa, costumbre bolchevique asaz extraña que practicaba Silva horrorizada por nuestra negativa a hacerlo.
Hablamos, ¿cómo no?, del futuro de Alemania, aderezado por narraciones de nuestra amiga, historias de vecinos apiñados en pisos enanos, mientras en la televisión se suceden las películas sobre lo malo que fueron Bismarck y sus sucesores. Silva se sorprende cuando la decimos que ella no tiene nada que ver con eso y que la culpabilidad y el talento no se heredan. Ella nos cuenta que las empresas occidentales desplazarán a los emigrantes sarracenos contratando alemanes orientales con mejor cualificación y las mismas aspiraciones salariales.
Cantando himnos nos dirigimos al Yuga. El ambiente del pub es raro y nos franquean la entrada por ser guiris, da caché. Es un antro posmoderno lleno de situaciones ambiguas; pero con copas y entradas descaradamente caras. Tema de conversación: Dios y la seguridad social británica en ejercicios dialécticos de debate.
Nos vamos al Armony, donde su portero no piensa que los guiris sean admisibles, no da caché. En la disco del Hotel tampoco entramos porque no nos dio la gana ni a nosotros ni al cancerbero de la puerta. Tornamos a casa de Silva donde dormimos los tres celtíberos en dos colchones, Antonio en medio. No fue scout.
Por la mañana se suceden los discursos del 1 de mayo, Kamerád und Kollegen, la banda sonora de un régimen que se derrumba. Le quedaban cinco meses.
Al cruzar el Checkpoint Charlie un guardia de fronteras nos riñe porque hemos sobrepasado los límites del visado. Argumentamos que cuanto más tiempo estemos ahí, más se pasará. Encontramos el Polanmarket y amargamos la mañana a los vendedores regateando.
Entramos en una cervecería y los parroquianos nos buscan un hotel con la guía y el teléfono. Finalmente nos instalamos en el Hotel Queen tras invitar a nuestros amables auxiliadores, talluditos veteranos de la Wehrmacht. La cerveza Spaten suelta las lenguas a la vista del escudo de la División 250 que luzco en la manga. Salimos por Berlín occidental, una ciudad fría.
La noche comienza con sabor español: cena y tertulia política a voces –somos los únicos que damos voces en toda Alemania desde 1945–, en «Reclavez estafosen» y la liamos cuando llaman «Salvatore» a Emilio.
Iniciamos la vuelta que también tuvo su miga.