Ilustración de un cazadorGM

Crónicas Castizas

Dos historias de guerra y una de paz

El coronel Moscardó tuvo entretenidos a los milicianos en torno al Alcázar de Toledo que resistió todo aquel verano del 36

Era aparcero y guardián de uno de los cigarrales que rodean la imperial ciudad de Toledo. Cuando el Frente Popular ganó, de aquella manera, las elecciones de 1936, sus señoritos decidieron buscar otros aires más saludables y se marcharon dejándole la custodia del lugar. Su familia estaba contenta, Tomás podía vivir dentro de la casa grande del cigarral, aunque con mucho cuidado respetando los muebles, que su mujer cubrió con sábanas para no desgastarlos ni mancharlos.

Al comenzar la guerra, allá por julio, un grupo de milicianos armados acudieron a la finca y le dijeron a Tomás que era la hora de las expropiaciones, que la propiedad privada era un robo y que todo eso quedaba en manos del pueblo, más exactamente en manos del comité de la CNT-FAI que decidiría sobre todo sin molestas votaciones. Tomás les escuchó mirándoles a la cara mientras su familia lo hacía desde las ventanas del edificio principal. Y Tomás dijo que no. Para convencerles de que se fueran les enseñó los ojos negros de su escopeta de caza Sarasqueta de dos cañones paralelos del calibre 12, cargada con postas loberas que podían desintegrar un bicho de dos o de cuatro patas en un instante. Los anarquistas comprendieron que ellos formaban parte de los animales con dos patas y, con muchas alharacas, se marcharon amenazando con volver.

El coronel Moscardó tuvo entretenidos a los milicianos en torno al Alcázar de Toledo que resistió todo aquel verano del 36 los embates furiosos de las milicias anarquistas y socialistas. Pero tras cada asalto desbaratado se acordaban de Tomás y buscaban un desquite asaltando el cigarral. Tomás disponía, además de su vieja escopeta, del armero de la casa principal, donde había fusiles Máuser de caza del calibre 7mm. Y respondía al fuego graneado de los asaltantes con disparos de rara precisión que provocaban pocos muertos y muchos heridos. Los agresores finalmente se retiraban maldiciendo y blasfemando. No podían con el Alcázar grande ni tampoco con el pequeño en que Tomás y sus hijos habían convertido ese cigarral.

Finalmente, Toledo cayó en manos de los rebeldes y meses después volvieron los amos del cigarral. Echaron cuentas y llamaron a Tomás: «Muchas gracias por todo, Tomás. Sabemos lo que habéis hecho, pero nos disgusta que vivierais en la casa y eso, unido a la ruina económica que tenemos por la guerra en marcha, nos obligan a prescindir de vuestros servicios. Tenéis una semana para salir del cigarral y ya os pagaremos los atrasos cuando podamos que no es ahora». Tomás no contestó, se dio media vuelta y se marchó rumiando cómo darle la noticia a los suyos.

Perro ciego

Luis vivía en Málaga, allá por mediados de los años 30. Un día, volviendo de su empresa, se encontró al Perro, un hombre de carácter y facciones que le facilitaron ese mote. El Perro le contó al señor Aizpuru que tenía una infección en los ojos y se los iban a sacar para evitar que se extendiera. Horrorizado, el patrón le preguntó si no había otra opción. El Perro le contestó que sí, pero era una operación y unas medicinas de precios astronómicos que no podía permitirse así que sería ciego en el futuro. Luis le preguntó el importe y, sin dudarlo, le prometió: «No serás ciego, un rojo cabrón sí, pero ciego no mientras yo pueda evitarlo». Le dio el dinero necesario y el Perro se curó. Luis lo olvidó, el Perro no.

Cuando comenzó la guerra una pareja de antiguos criados, su chófer y su cocinera, Juan y Juana, escondieron a Luis para evitar que le dieran el paseo, nombre con que se conocía a los asesinatos sin juicio. Pero al fin le encontraron los milicianos y le llevaron a presencia de su jefe que no era otro que el famoso Perro. Furioso, le liberó de sus ataduras e increpó con lo mejor de su lenguaje malagueño a los que le habían apresado y golpeado: «Al que vuelva a tocar a don Luis le corto el cuello yo mismo, gaznápiros, gualdrapas, reveníos».

Acabada la guerra, Luis quiso devolver el favor al Perro que estaba preso pero las autoridades se negaron, tenía muchos crímenes de sangre. Al menos pidió verle y se lo concedieron. «No se preocupe, don Luis, hemos matado mucho y hemos perdido. Al menos podré mirar de frente al pelotón de fusilamiento gracias a usted», le dijo sereno el jefe anarquista.

La corbata

Pasado el tiempo y restituida la paz en Málaga, los problemas de Luis fueron menores, pero no desaparecieron. Su mujer siempre se enfadaba con él porque volvía con las corbatas manchadas. No fallaba, ya fuera sopa, carne o pescado las manchas acudían raudas a adornar las corbatas caras que su mujer le regalaba regularmente. Al final, optó por comprar por cuatro perras unas baratas que vendía un gitano por la calle. Se quitaba la buena, se ponía la ganga y la tiraba después de comer, llena de lamparones, llegando a casa con la chalina de seda impoluta que le había regalado su mujer y el hogar seguía en paz y sin otras recriminaciones que las habituales en el matrimonio.