Héctor, en la Plaza RojaGM

Crónicas castizas  Muertes ejemplares

Es la agonía serena de un héroe, un español de Barcelona que se paseó, orlado de azul mahón, por la Plaza Roja de Moscú

Se conocieron el siglo pasado, allá en un campamento asturiano, llamado Loma Riviellas, que mantenían unos irreductibles en la Concha de Artedo, junto al hermoso pueblo asturiano de Cudillero. De todas partes venían, de escuelas y talleres: catalanes sentimentales, castellanos graves, gallegos pacientes, andaluces chispeantes, valencianos rumbosos, canarios radiantes, extremeños conquistadores… Soñaban, ellos y todos los habitantes de la alegre ciudad de lona, en que los grises colores de la vida se volvieran azules, para todos. Soñaban.

Cantaban bajo la lluvia persistente que verdea Asturias; marchaban, reían, discutían, daban órdenes y las acataban. Bebían y desafinaban en la noche clara junto al fuego de campamento, ebrios de risa, preñados de esperanzas y, en el cielo, las estrellas pugnando entre las nubes.

Cada mañana, a la voz vigorosa de Tito, quien había formado parte de la mítica banda «Los Archiduques», en la que también estuvo involucrado durante un tiempo el cantante Tino Casal, cubrían su pecho de azul español, sus voces se elevaban al sol con las banderas, amor y luceros antes de iniciar la jornada del curso, estudio y acción.

Héctor llevaba un escudo en la manga remangada del brazo: mortui morituros sperant (los muertos esperan a los que van a morir). Se lo quería quitar, «no lo merezco», el otro, más viejo, no le dejó: «Si te hubiera conocido Santa Marina te lo habría puesto él mismo y, además, morir habemus, como dicen en la Trapa».

El tiempo le dio la razón, maldita sea. Esta mañana han hablado por teléfono, el viejo desde su casa, el joven en el hospital, desahuciado. Héctor, lacerado de cáncer pero vivo, moribundo pero alegre, animaba al viejo, continuaba la conversación entre vómito y vómito. El catalán está tranquilo, aunque el fin de su vida ya es solo cuestión de días. Ha hecho las paces con Dios y con los hombres y sigue en guerra con sus entrañas. El viejo llora estéril, en silencio, al otro lado del teléfono, procurando no hacer ruido para no empañar la alegría serena de su amigo, compañero de cámara. Apenas puede formular «te quiero, compañero». Héctor está entero, templado, su estómago devorado por la enfermedad, no.

«Para mí tú eres mi jefe», le dice Héctor al otro, en esos momentos tales palabras son amargas, demuestran la impotencia del viejo, nada puede hacer sino rezar, lo lleva haciendo cada noche, en silencio, desde hace tiempo. Héctor, agónico, aun así, le consuela: «mi familia estará bien. Mi mujer tiene un gran apoyo en sus padres, son buena gente. Mis hijos ya lo sabían, se lo expliqué. Lo tienen asumido. Estoy preparado para ese viaje».

Viene a la memoria del viejo una noche en Barcelona, regada de vino y anécdotas. «Si se apareciese en este momento Claudia Schiffer aquí, no la tocaría un pelo. Estoy comprometido con mi pareja», les explicaba Héctor. Entre risas de todos, bromeaba el viejo: «Desde luego que no, Claudia no te dejaría acercarte ni harta de vino». Esa noche el cielo es limpio y «en sus bordes liba claros vinos del alba».

La conversación, hoy y para siempre, llega a su ocaso. «Te volveré a llamar», dice el otro ayuno de palabras, ahíto de dolor. Héctor endulza la despedida, habla y vomita, sufre bascas pero no interrumpe su parlamento, la conversación es casi fluida por su parte. Es la agonía serena de un héroe, un español de Barcelona que se paseó, orlado de azul mahón, por la Plaza Roja de Moscú desafiando el frío y a la ideología. De nuevo, un Héctor defendió el sueño de Troya frente a los aqueos. Aquiles, en este caso, fue el cáncer.