Crónicas Castizas
Gente que conozco en universidades, peluquerías y conventos
Eran los tiempos previos a la prohibición de fumar y a la aún peor de prohibir, a la que son tan aficionados aquellos que decían lo de «prohibido prohibir» hasta que llegaron a ser casta e imponer hasta la memoria
Conozco gente que es peculiar, gente que va al peluquero y este le ofrece, con un tono cual si de Jeeves se tratara, un menú de conversación, dando a elegir el silencio o el tema de charleta al cliente: deportes, política, sociedad, moda… y, además, el barbero le preguntaba, una vez elegida la cuestión, si prefería que le dieran la razón o que le llevaran la contraria. Ya es sabido que hay gente brava en eso de los debates. Mi padre solía decir: «¿De qué se trata que yo me opongo?».
Conozco gente alegre y divertida que ha embromado a los neófitos de primero de carrera universitaria, distribuyendo astutamente cómplices entre la clase, al modo de las asambleas de estudiantes que organizaba el PCE. Comenzaba el profesor, en el primer día de clase, a plantear traducciones de hebreo, sánscrito y arameo proyectando textos a cascoporro en la pizarra y preguntando quién los podía traducir, alegando que era para conocer el nivel de cuantos iniciaban la asignatura. Se levantaban como al azar los conspiradores que estaban en el ajo y los leían y traducían de corrido ante el estupor y la perplejidad de los novatos pasmados que comenzaban a pensar en cambiar de carrera el primer día de clase o emigrar a la península de Kamchatka.
Conozco un profesor a quien le ofrecieron impartir clase de griego y cuando contestó sincero, a pesar de necesitar el trabajo como agua de mayo, que no sabía griego, le dijeron: «Bueno, en todo caso empiezas el lunes».
En otra ocasión, los alumnos abroncados por el decano al pillarles fumando sustancias alucinógenas (es sabido que «la grifa es una cosa que te pone ciego, llega la pestañita y te lleva al talego», el Pelos dixit) en los patios universitarios, adujeron que uno de los profesores, hombre brillante de avanzada edad, también liaba porros, incluso en clase, consumiéndolos con fruición.
El hijo hizo el papel del novio por poderes, historia que cuenta siempre con la frase inicial «yo me casé con mi madre»
Eran los tiempos previos a la prohibición de la funesta manía de fumar y a la aún peor de prohibir a la que son tan aficionados aquellos que decían lo de «prohibido prohibir» hasta que llegaron a ser casta e imponen hasta la memoria. Resultó tarea hercúlea para el divertido decano explicarles a los alumnos porretas que el veterano profesor, antaño oficial de la Legión, fumaba «caldo de gallina», del que acaso se acuerden los más viejos del pueblo, entre los que me cuento. Eran así llamados los paquetes de «Ideales» cuya picadura de Tabacalera había que liar, separando gruesas estacas del resto, cosa que hacía con maestría el brillante catedrático.
Otro de los profesores, con la chaqueta agujereada por doquier, recibió la compasión de algunas colegialas que se conjuraron para comprarle una nueva pues suponían que la pobreza del docente, tópico nada alejado de la realidad, le impedía adquirir un nuevo atuendo. Hubo que revelarles a esas damas caritativas que el educador tan mal vestido era marqués con grandeza de España y no era rico como Creso o Gates pero su situación era desahogada, al menos para comprar otra americana y las perforaciones de su atuendo correspondían a los estragos de las chispas del tabaco de pipa que volaban alegremente desde la cazoleta de madera.
En distinta ocasión, un catedrático, hoy con respetable aspecto de coronel británico en la India, de joven, hubo de representar al nuevo marido de su madre en el evento nupcial pues el cónyuge real se encontraba en la tercera galería de la cárcel por un quítame esas pajas de febrero, 23 por más señas, y no le dejaron acceder a la quinta galería donde estaba la capilla en que se producía el casorio. Y el hijo único de la novia hubo de hacer el papel del prometido por poderes, historia que cuenta siempre despertando el interés del público con la frase inicial «yo me casé con mi madre».
Y permítanme mis lectores hablarles de la hermana Josefina, quien vivió en el convento de las dominicas de Cangas de Narcea. Había sido generala de su Orden y luego la portera que atendía las visitas en el torno monacal, también barría la entrada. Su entusiasmo, en un puesto brillante y en otro aparentemente más servil, correspondía a su fe y era, exactamente, el mismo espíritu de servicio y la misma alegría las que aplicó la hermana portera Josefina que las que tenía la hermana generala Josefina.