Conferencia de Gustavo Morales en la Politécnica de ValenciaJ. V. Oltra

Crónicas castizas

Conferencias, conferenciantes y conferenciados

Hablar en público requiere dos cosas: las ganas de hablar y el público asistente, y no siempre coinciden ambos factores

Uno es cada día más hostil a dar conferencias y variantes, la causa es sencilla, me aburro de escucharme a mí mismo y pienso: «mí mismo, calla a ver si hacen preguntas esos de la fila dos que parecen atender». Pero eso de intervenir y cuestionar ocurre cada día menos, incluso entre alevines de periodistas y comunicadores, a los que aconsejo que se vayan a hacer otra carrera donde el silencio y la carencia de interrogantes sea virtud porque en nuestro afán es defecto. Me gusta pensar que no preguntan nada porque me he explicado muy bien y borrado cualquier duda que les royera, pero la realidad es que pido a los que se van que lo hagan con cuidado para que no despierten a quienes se quedan.

He hablado en los ateneos de Madrid y de Gijón, en el Aula Jovellanos, en universidades persas, en cuchitriles infectos, en la calle y en aulas universitarias de media España, en la otra media avisados por los que me escucharon no me han invitado. Pero recuerdo dos ocasiones que brillan en mi memoria con luz propia.

En una de ellas hablé en las españolas islas Canarias. Tras el viajecito a la España casi tropical había en la sala tres personas (3), dos de ellas se marcharon al empezar porque se habían equivocado de conferencia y farfullaron una disculpa tomando las de Villadiego ante la que se avecinaba. Me levanté de la silla de perorar y me acerqué al que se quedaba y le propuse entablar un diálogo dado que estábamos solos. En ese momento salió un energúmeno vociferante que me ordenó, cual sargento chusquero del Tercio, que volviera a mi sitio porque estaban radiando mi intervención a todas las islas –decía- y me había alejado del micrófono, obligándole a poner publicidad no prevista. El caso es que le expliqué desde la tribuna al interfecto asistente el fascinante asunto del yihadismo y la diferencia entre sunnitas y chiitas, tema de rabiosa actualidad que abre todas las portadas y centra las conversaciones en el metro y las peluquerías. Al acabar mi perorata bajé a saludar a mi oyente único y disculparme. El buen hombre me pidió que le hablase más despacio porque apenas entendía español. Sic transit gloria mundi.

En otra ocasión, a orillas del Mediterráneo, invitado por un buen amigo profesor que imparte tecnología vestido de negro, hablé ante un auditorio de dos personas. Uno era el docente de marras y el otro un buen hombre con el que luego nos fuimos por ahí. Me dijeron que se estaba emitiendo mi intervención por streaming o como se escriba eso, pero el silencio de los presuntos oyentes virtuales fue sepulcral. O tempora, o mores.

Di otra charla en el Instituto de la Juventud. Al terminar nadie dijo ni pío, ni Juan Pablo, ni Francisco. Así que me vine arriba, nunca mejor dicho, y me dediqué a preguntarle yo al público asistente, señalándole con el dedo para que no hubiese dudas. Por sus respuestas les hubiera suspendido si de una clase universitaria se tratara. Nervios, confusión y contestaciones más difusas e incongruentes que una intervención parlamentaria de quien yo me sé y ustedes sospechan.

Una vez me llevaron a Santander a disertar sobre una nación africana ignota, de esas en que se habla el suajili. En el turno de preguntas tuve la sensación de que los asistentes sabían más del tema que yo. Al acabar, con la copa de vino español, supe que no era una sensación, sino una realidad. Eran los integrantes de la exigua colonia española allí que habían acudido a escucharme impulsados por la nostalgia. El único consuelo que me quedó fue lo bien pagada que estaba por la Fundación Marcelino Botín.

Hace mucho más tiempo, el millón de años del inolvidable cartel de Raquel Welch, en distinta ocasión, el veterano periodista Vicente Talón, decano de los enviados especiales españoles a las guerras que en el mundo fueron, vino a presentar uno de mis primeros e infumables libros al Ateneo, de los 60 minutos que nos cedieron la sala Vicente usó 55. Sólo habló de mi libro tres minutos raspados, el resto expuso con gracejo sus abundantes experiencias bélicas previas que hicieron las delicias del público y nada tenían que ver con mi obra. Pasados los años, Vicente me pidió que presentara una de sus obras en la Universidad San Pablo, fruto de su tesis doctoral en Historia, dirigida por el Dr. Togores. Antes de comenzar el acto, ya sentados, le susurré a Vicente al oído: «¿Te acuerdas de lo que me hiciste en el Ateneo?». Se puso pálido y comencé a hablar.