Legionarios portando al Cristo de la buena muerte, 5 de abril de 2012

Legionarios portando al Cristo de la buena muerte, 5 de abril de 2012GTRES

Crónicas castizas

Más historias de legionarios

¿Mi general, sabe con quién está hablando? A lo que él le dijo que no y sin más le colgó

Al Tercio de Extranjeros llegaba lo mejor y peor de cada casa. Desde el notario, con oposiciones recién aprobadas, que poco antes de su boda se enteró de que su futura esposa tenía ya un niño, hasta tipos como Totenkopf que se alistó para quitarse de en medio por causa de alguno de aquellos jaleillos de comienzos de la Transición.

Había un gitanillo que periódicamente echaba de menos a su parienta y a sus churumbeles. Se había alistado para hacer la mili pues la soldado nada tenía que ver con las míseras pesetillas que se pagaban a los pistolillos. El Coronel, entendedor de las debilidades ajenas, nunca le abría un consejo de guerra, palabras mayores, para meterle en un castillo pues el gitano siempre terminaba por aparecer de una forma u otra por el cuartel.

Su gitanilla venía todos los días a verle al calabozo. Se pasaban la mañana en una salita junto al cuerpo de guardia. Hubo que poner un legía que los vigilase en directo pues la pareja se empecinaba en continuar repoblando España.

Cuando la gitanilla entraba por el cuerpo de guardia, lo primero que hacía era ir a ver al suboficial de guardia: ¡A sus órdenes mi brigada!, a lo que este la saludaba por su nombre, le preguntaba por los niños y llamaba a uno de los del cuerpo de guardia para que la acompañase a la sala de visitas.

Cuando se hacia el estadillo para la comida, siempre, en la petición aparecían treinta seis legionarios de la guardia, uno de calabozo, una gitana y dos niños.

El legionario Totenkopf estaba un día escaqueado por la Plana Mayor, esperando no se sabe qué, cuando un teléfono que había en una mesa vacía a su lado empezó a sonar sin parar. Aburrido de tanto ruido, y ante el riesgo que alguien apareciese ante semejante insistencia telefónica, se decidió a coger el teléfono.

Una voz con aire de mucho mando afirmó que era el general fulano y que quería habla con mengano, al tiempo que soltaba una serie de órdenes ante las que Totenkopf impasible pregunto; ¿Mi general, sabe con quién está hablando? A lo que el general dijo que no y sin más le colgó el teléfono. Del jefe y del mulo cuanto más lejos más seguro.

Un antiguo legionario, hoy doctor catedrático, regresaba a su viejo cuartel de Ronda a dar una charla a los legionarios sobre el Fundador. Ronda no tenía estación de tren y sí un apeadero muy lejos de la población. Al caer la tarde le esperaban dos cabos con uno de esos coches que tenía antes el Ejército con más mili a sus espaldas que el innombrable.

El docto tertuliano fue depositado en el asiento de atrás mientras los cabos, que acaban de llegar de Irak, hablan de cosas de legionarios. Al rato el tertuliano preguntó a unos de sus escoltas: oye, ¿tú eres Che Guevara? El cabo afirmó positivamente con la cabeza. Todos le llamaban Che Guevara porque tenía tatuado al Che en una pantorrilla.

El tertuliano se dio a conocer como viejo compañero de litera. Tras un rato de charla le pregunto, ¿te sigues tatuándote? A lo que el cabo Che Guevara contesto con absoluta normalidad: «No, deje de beber. Cada vez que me agarraba una melopea me hacía un tatuaje y ya empezaba a parecer un tebeo».

Hoy en día ya no se puede pegar a los niños, ni a los perros y ni siquiera se puede molestar a las ratas de dos o cuatro patas. Pero hace medio siglo los curas en el colegio repartían estopa y cuando te ibas a quejar a casa del bofetón que te había soltado el profesor, tu padre, sin levantar la vista del plato, soltaba ¡algo habrás hecho!

En unas maniobras el teniente de la compañía llamaba a gritos al legionario que llevaba la radio. El prenda se había escaqueado para echar un cigarro o para meterse entre pecho y espalda un lingotazo y un trozo de chorizo. El teniente, joven y de academia, por señas bajito y musculoso, se iba calentado por momentos mientras gritaba cada vez más fuerte para intentar que apareciese radio.

Pasado un buen rato, por una esquina, tan tranquilo, asomó el morro o mejor la radio. El cabo radio era un tiarrón alto que sacaba dos cabezas al teniente. El teniente nada más verle le amenazó con enviarle a la pelota. Al cabo le cambio la cara.

La pelota era la forma especial de arrestar en la Legión, que lejos de ser un sitio tranquilo donde dormir alejado del mundanal ruido, eran un pequeño infierno de carreras, sobrepeso en la mochila y más trabajo. El cabo, ante tan terrible amenaza, puso cara de pena y pidió a su teniente: «¡Pégueme mi teniente, pégueme!».

El otro se negó. El cabo ante la que se le venía encima insistió: «¡Por favor, mi teniente!». Finalmente el teniente aceptó tras varias negativas. Ordenó que se inclinase, para no tener que saltar, y le propinó un sonoro bofetón. El legionario le dio varias veces las gracias. Cosas del viejo Tercio de Extranjeros.

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